El terrorismo blanco y sus fantasías
Cruces por la víctimas del atacante supremacista de El Paso. MARK RALSTON via Getty Images

Hace décadas que escribimos y contestamos llamadas de medios para discutir las matanzas en Estados Unidos. Virginia Tech, Sandy Hook, Orlando, Las Vegas… Por no hablar de la criminalidad común de varias ciudades grandes que se aproximan bastante a los vergonzosos números de algunos países de América Central. Uruguay está bajo una fuerte crítica, interna y de Estados Unidos, por haber aumentado su tasa de asesinatos hasta 11.2 cada cien mil habitantes mientras sus turistas se sienten seguros en Miami Beach, sin reparar que la ciudad de Miami, en sus mínimos históricos, tiene la misma tasa de asesinatos. Por no hablar de otras cuarenta grandes ciudades que superan esos guarismos, como St. Louis, que llega a 60.

No en pocas ocasiones me he despedido de esos amigos periodistas con el doloroso humor negro de “hasta la próxima matanza”. En mis clases, algunos estudiantes me han reprochado la dureza de este tipo de expresiones. Tal vez es parte del problema que comparte la religión de las armas con el racismo rampante de este país: se cuida demasiado el lenguaje para no ofender a nadie pero no se soluciona el problema. Se empeora.

Las dos últimas matanzas por tiroteo, de las 250 que van en el año, llamaron la atención por su numero de muertos y por su proximidad una de otra (13 horas). Ambas poseen elementos en común, pero en su naturaleza ideológica difieren mucho.

Empecemos por la segunda, la de Dayton en Ohio. El asesino, un joven de 24 años, no tenía motivaciones raciales, ni siquiera ideológicas. Como le gustan decir a los políticos especialistas en rezar como único recurso, era un “enfermo mental”. De hecho era simpatizante de la izquierda y de la regulación de las armas y entre las nueve de sus víctimas estaba su propia hermana, de 22 años. Claro que entre enfrentarse a un enfermo mental con un rifle y a otro con un palo, cualquiera elegiría este último.

La tragedia ocurrida 13 horas antes en El Paso, Texas, ya está alimentada y motivada por razones claramente raciales. El asesino de 21 años, de cuyo nombre no quiero acordarme, manejó nueve horas de Dallas hasta la frontera sur para matar hispanos. En un manifiesto plagado de faltas ortográficas y, peor, de conceptos históricos, advierte de su plan debido a la “invasión de hispanos a Texas”. El Paso posee una población del 80% de estadounidenses mexicanos, además de mexicanos visitantes. Gran parte del tercio oeste de Estados Unidos posee una fuerte cultura y una numerosa población hispana no sólo porque desde que Estados Unidos tomó posesión de esas tierras los mexicanos han cruzado permanentemente una frontera invisible para trabajar en las zafras del norte, regresando al sur ese mismo año, sino porque por siglos fue tierra de España o de México. Texas, que tanto enojaba al asesino, se independizó de México en 1836 porque los mexicanos habían abolido la esclavitud en esa provincia y los nuevos inmigrantes anglos no podían prosperar sin esclavos negros, los que solían escapar hacia México buscando la libertad. Cuando Texas se une a Estados Unidos y el Norte entra en guerra civil con el Sur, Texas se une a la Confederación para mantener sus privilegios esclavistas. Desde su derrota a manos de Lincoln, el sur esclavista convirtió esa derrota en una victimización moral de los blancos, desviando la atención sobre la esclavitud y narrando en libros, películas y salones de clase la idea de que la Guerra Civil fue una lucha desigual por “los valores” del sur.

La misma fundación de Texas tiene una raíz profundamente racista, como la fundación de Estados Unidos. Pero tanto Estados Unidos como Texas han sido capaces de integrarse a las grandes luchas sociales de los años 60, no sólo de Martín Luther King sino de muchos otros líderes latinos como César Chávez, Dolores Huerta o Sal Castro. Los países no tienen dueños. Incluso Jefferson había dicho algo por demás obvio: la tierra le pertenece a los vivos; no a los muertos.

Sin embargo, aquí radica el centro del problema de la ideología supremacista blanca: el concepto de defensa de una raza para que su predominio perdure más allá de los individuos. ¿Por qué me importaría que mi país conservase una población que se parezca a mí? Es más, sería una pesadilla levantarse un día y ver que todos se parecen a nosotros y piensan como nosotros.

Pues, resulta que ahora los niños de bien se quejan de una “invasión hispana”, de una “genocidio blanco” y otras pataletas. ¿Por qué?

El moderno concepto de supremacía blanca en occidente surge a principios del siglo XX en las colonias británicas. Vaya casualidad. Justo cuando Europa y Gran Bretaña comienzan a perder el privilegio de esclavizar al resto del mundo aparece una teoría infantil del “genocidio blanco”. Según esta teoría que se hace popular en Estados Unidos en la década de los años 20, la “raza blanca” está bajo amenaza de extinción por parte de las otras razas, negra, marrón, amarilla, roja… Todo a pesar de que ninguna de estas “razas” nunca en la Era Moderna invadieron ni Europa ni Estados Unidos sino, exactamente, lo contrario. África fue, por trescientos años, hasta muy recientemente, el patio trasero de Europa y allí los crímenes se contaban por decenas de millones de negros, por decenas de gobiernos destruidos, intervenidos o aniquilados. En los últimos tiempos en nombre de la lucha contra el comunismo, pero desde mucho antes en nombre de la defensa de la “raza hermosa”, la raza blanca que debía dominar al resto. Exterminación, lisa y llana. Lo mismo América Latina con respecto a Estados Unidos. Lo mismo diferentes pueblos de Asia y Medio Oriente con respecto a las potencias occidentales.

Pues, resulta que ahora los niños de bien se quejan de una “invasión hispana”, de una “genocidio blanco” y otras pataletas. ¿Por qué?

Estados Unidos es el único país “desarrollado” cuya expectativa de vida ha decrecido en los últimos años. Los estudios indican que se debe al deterioro de la salud de la población blanca debido a la epidemia de drogas, en particular opioides (que se cobra la vida de 50.000 personas por año), el alcoholismo y la depresión. Esta terrible situación no es una conspiración racial sino de sus bienquerida libertad de negocios, los negocios farmacéuticos que han creado y mantenido un beneficio de 75.000 millones de dólares anuales para que la gente siga muriendo.

El asesino de El Paso, en su manifiesto, además se quejaba que si bien los inmigrantes hacen el trabajo sucio, sus hijos suelen tener éxito en las universidades. Es decir, que hasta podría tolerar que la raza inferior haga un trabajo sucio siempre y cuando no demuestren que pueden trabajar más duro y alcanzar algún mérito académico. Ésta es la cultura del competidor. Como siempre: competencia sí, sólo mientras yo tengo todas las de ganar.

Cuando una sociedad sufre de la soberbia del ganador, es muy difícil que reconozca errores y crímenes. Normalmente una minoría critica lo hace, pero eso no es suficiente. No se debe subestimar la ignorancia y el fanatismo de un significativo sector de la población que considera que cualquier cambio, cualquier forma de ser diferente es “antiamericano”.

Como otras tragedias, esta pasará de la memoria colectiva. Porque si hay algo que la cultura estadounidense sabe hacer muy bien es olvidar. Los edificios históricos se echan abajo como el pasado más cercano, y en su lugar se levanta algo nuevo (un Walmart, un McDonald’s) y se dice que siempre estuvo allí desde que Dios creó el mundo.

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