La revisión constitucional: de 'la casa de las muñecas' al 'hogar de la ciudadanía'
Lo que realmente deberíamos plantearnos es una revisión del acuerdo constitucional que nos permita un orden social pacífico y justo en las coordenadas del siglo XXI. Es decir, necesitamos otro contrato con el que podamos renegociar el poder, la ciudadanía y las relaciones entre ambos. Un contrato que, por supuesto, debería asumir las lecciones de casi 40 años de experiencia constitucional y que debería responder a una proyección de valentía que no fue precisamente la que caracterizó la transición.
Foto: EFE
Hace unas semanas, las declaraciones en un periódico de mi colega el profesor Javier Pérez Royo no dejaron indiferente a casi nadie. El titular, que subrayaba que más que reformar había que "volar la Constitución", generó por ejemplo entre muchos compañeros una reacción para mí sorprendente entre quienes tuve siempre por mentes abiertas y poco dadas al acomodo. Más allá de lo supuestamente incendiario del lenguaje empleado, por otra parte tan querido en unos medios que valoran más el espectáculo que la información, yo sí que me reconocí en los términos y en la propuesta de mi maestro y amigo. Y no solo como constitucionalista, sino sobre todo como ciudadano que no lo era en 1978 y que certifica cada día el agotamiento de nuestra Norma suprema y, más concretamente, del pacto que alumbró. Por ello entiendo que más allá de las cuestiones puntuales que exigen una reforma que las acomode a los que representan los adjetivos "social", "democrático" y "de Derecho" - y me refiero básicamente a la protección reforzada de los derechos sociales y a la democratización de las instituciones, a lo que abría que sumir el cierre de un modelo territorial en clave federal -, lo que realmente deberíamos plantearnos es una revisión del acuerdo que nos permita un orden social pacífico y justo en las coordenadas del siglo XXI. Es decir, necesitamos otro contrato con el que podamos renegociar el poder, la ciudadanía y las relaciones entre ambos. Un contrato que, por supuesto, debería asumir las lecciones de casi 40 años de experiencia constitucional y que debería responder a una proyección de valentía que no fue precisamente la que caracterizó la transición. Por más que, obviamente, reconozcamos los méritos de un momento histórico sin el que no estaríamos hablando del actual presente.
Es decir, necesitamos una Constitución que verdaderamente sirva de freno a los "poderes salvajes" de los que habla Ferrajoli, que haga verdaderamente efectivo el equilibrio siempre complejo de libertad-igualdad-pluralismo, y que sea además capaz de realizar la tarea aún pendiente de conciliar memoria histórica y futuro. Nos urge construir un edificio cuyos pilares continúen siendo, claro está, los que señala el artículo 1 de la Constitución de 1978, pero sobre todo en el que todas y todos podamos sentir que es nuestro hogar, el hogar de la ciudadanía. Todo ello pasa, por ejemplo, por culminar transiciones incompletas - de un Estado confesional a uno laico, de un modelo centralizado a uno federal, de una cultura autoritaria y unilateral a una cultura horizontal y pluralista - y por revisar las bases de un pacto que no puede seguir malviviendo gracias a las rentas de un 78 que cumplió, y eso hay que celebrarlo y reconocerlo, su papel. El papel de un momento, de una generación, de unas necesidades.
Esa revisión debería partir de lo que a estas alturas debería ser un presupuesto incuestionable: la incorporación de las mujeres, con reconocimiento y autoridad, en el poder constituyente. Sin duda, el mayor déficit democrático que todavía hoy la mayoría no se atreve a reprochar al texto de 1978. Una exigencia no solo cuantitativa sino también, y sobre todo, cualitativa. Es decir, esta incorporación supondría superar las claves del "contrato sexual" y redefinir los términos del pacto - poder, ciudadanía, espacios, tiempos -, desde la ruptura definitiva con un modelo patriarcal y con unos paradigmas jurídicos que prorrogan la subordinación de la mitad femenina. Mientras que no se lleve a cabo esa radical transformación, que supondría volar los pactos juramentados entre varones de los que habla Celia Amorós, y que habrá de tener evidentes consecuencias en la política, en la economía o en la cultura, seguiremos habitando un simulacro de democracia. Y por eso, me temo, seguiremos provocando que tantas mujeres, como la Nora de Ibsen, se sientan extrañas en una casa que no perciben como su hogar.
Este post fue publicado originalmente en el blog del autor