¿Sirven de algo las Cumbres del Clima?
La COP 25 que se celebra en Madrid es la excusa para hacer balance: ¿hay más sustancia o más postureo en estos macroencuentros?
Madrid celebra, desde este 2 de diciembre hasta el 13 de este mes, la Cumbre del Clima, impulsada por Naciones Unidas, un evento de enorme repercusión económica y de imagen en el que pondrán su mirada todos los países del mundo. La pregunta es: ¿tendrá también una repercusión científica, será trascendente para lograr compromisos de gestión, servirá para cambiar las cosas ante esta emergencia?
Lo que pase en esta COP 25 está aún por ver, pero echando la vista atrás, nos queda una estela de cumbres hermanas que han tenido, lamentablemente, un éxito muy diverso. “Pero el problema no es la cumbre, aunque hay partes del formato mejorables. El problema es la falta de voluntad que suele verse en los actores públicos, en los estados. Sin compromiso político, es como clamar en el desierto, aunque se haga una vez al año, todos a coro, en bonitos escenarios y con miles de medios acreditados”, resume el biólogo belgo-francés Nicholas Lindeman, que ha asistido a las últimas cinco citas de la ONU.
Cómo se conciben las cumbres
La Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (el nombre que se esconde tras la etiqueta, más cómoda, de COP) viene desarrollándose desde 1994, con reuniones anuales en las que se trata de mostrar la radiografía de situación, tomar el pulso a la crisis y, sobre todo, acordar compromisos para frenarla y revisar si se va cumpliendo lo acordado de cita en cita.
De media, se tarda unos dos años en preparar cada una de ellas. En 1992, con la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro (Brasil), se inició esta dinámica de reuniones y acuerdos, empezando por la aprobación de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 1994, que contó con el histórico apoyo de 195 países. Al fin, consenso sobre lo que estaba pasando.
En la memoria colectiva resuenan sobre todo dos citas: las de Kyoto (1997) y la de París (2015). De la primera salió el primer protocolo legalmente vinculante, que limitaba las emisiones de gases de efecto invernadero en un 5,2%, respecto a los niveles de 1990. De la segunda, se obtuvo un acuerdo unánimemente catalogado como “hito”, que plantea la necesidad de que la temperatura de la Tierra no suba más de dos grados a finales de siglo, con una hoja de ruta -igualmente vinculante- para lograrlo. 200 países lo rubricaron.
La más reciente se celebró en 2018 en Katowice (Polonia), de transición, y la del año que viene, crucial, será en Glasgow (Reino Unido). Y lo que se hace en ellas siempre suele ser lo mismo: primero unos días de encuentro técnico, para los profesionales, y finalmente el llamado “tramo ministerial”, en el que se ponen los acuerdos negro sobre blanco y los Gobiernos deciden.
¿Sirven de algo?
Si hubiéramos hecho esa pregunta hace cinco o seis años, posiblemente el tono hubiera sido mucho más negro. “Día de la marmota”, “más de lo mismo”, “estructura anquilosada”, “tiempo perdido”, “mucho ruido y pocas nueces”... Son valoraciones sacadas de la hemeroteca, de ecologistas, diplomáticos, hasta personal de la ONU. De otro tiempo.
Para bien, las cosas han cambiado: las cumbres no son la panacea, porque no hay salidas mágicas para el problema, pero “han superado el umbral pasado de compromiso, de exigencias y de medidas concretas que sirve”. “No es sólo que hayamos aprendido cómo se hacen las cosas, sino que, sobre todo, los que tienen que tomar medidas se han dado cuenta de la absoluta urgencia de que las tomen, para ya, porque si no, no hay margen de maniobra”, sostiene.
Constatada esta realidad, “las cumbres son ahora una palanca importante en la lucha y un lugar donde no puedes pasar simplemente porque toca. Tienes que llevar algo y hacer algo. Todos vigilan”, destaca a su vez Steve Jacobs, de la Organización Meteorológica Mundial.
Los expertos coinciden en que los encuentros de este tipo sirven para objetivos “valiosos” que son difíciles de concretar en un papel, como “mantener la puerta abierta al diálogo” entre especialistas y Gobiernos, “compartir ideas, estudios y planteamientos”, “favorecer los contactos entre las partes”, “permitir que grupos más vulnerables tengan su espacio” y “aprender juntos”. Pero, también, desde el giro dado en París hace cuatro años, “se hacen realmente cosas”, en palabras de Lindeman.
“En aquel encuentro se corrigieron múltiples errores: no sólo se identificaron los problemas angulares, troncales, del cambio climático [que es algo que los especialistas lleva décadas haciendo a través del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático o IPCC, por sus siglas en inglés], sino que se decidió cómo había que trabajar sobre ellos, más allá de buenas intenciones”, incide Jacobs, quien añade que en ese 2015 de dio “un cambio en la naturaleza” de los trabajos, porque se pasó de una fase eminentemente técnica a una en la que “lo que pesan, al fin, son los compromisos políticos adquiridos”.
Ambos destacan como “transformador” el hecho de que se impusieran límites temporales y que las medidas fueran jurídicamente vinculantes, no sólo una declaración de intenciones. Por eso se acabó yendo, por ejemplo, el EEUU de Donald Trump, porque una cosa es encajar una recomendación y, otra, tener que cumplir una orden.
“Las cumbres son encuentros donde todo es insuficiente y todo es lento, lo sabemos. Pero es la mejor herramienta que tenemos. Quizá no al inicio, pero sí ahora. La implicación da cuenta de ello: no pasas de movilizar mil delegados a 25.000 para nada. Es una maquinaria engrasada”, insiste.
Entre los peros, siempre sale uno importante: hay quien piensa que las decisiones serían más ágiles y contundentes si se tomaran no por el plenario, no por todos los asistentes, que cuentan con idéntico voto, sino por grupos, empezando por los poderosos, esos que sí cambian sensiblemente las cosas con una decisión. Las potencias, los gigantes como China, que ella sola lanza 13 de las 55,3 gigatoneladas de dióxido de carbono emitidas el pasado año, de récord, o EEUU, responsable de otras seis.
Por qué es importante Madrid
La cumbre que inicialmente iba a a coger Brasil, que luego fue a Chile y que ha acabado en España es importante porque estamos a sólo un año de que sea obligatorio hacer balance del Acuerdo de París. Entonces se decidió que se repasarían los logros de cada país cada cinco años. Así que va a servir de termómetro, para ver cómo se están haciendo las cosas, y para azuzar también a los rezagados.
Los gases de efecto invernadero crecieron en la última década un 1,5%, cuando lo que se plantea en dicho acuerdo es que se vayan reduciendo esas emisiones globales un 7,6% cada año, entre los cruciales 2020 y 2030. Para no subir esos dos grados de temperatura a finales de siglo, hay que hacer cinco veces más esfuerzos de los actuales, sostiene la ONU. Ese era su pronóstico optimista del pasado año. Ahora hay que ver si esa predicción se puede mejorar en Madrid o, por contra, ha empeorado.
Si se superan los límites marcados en 2015, las consecuencias no son ninguna tontería: más frecuencia de fenómenos climáticos adversos y de mayor intensidad (desde olas de calor a inundaciones, pasando por tormentas, sequías, crecidas...), más subida del nivel del mar y más refugiados climáticos, por ejemplo.
“Estamos ante un reto existencial. La cumbre de Madrid permitirá que, de nuevo, se lo gritemos al mundo. Que los daños pueden ser irreversibles si no actuamos. Estamos dando una respuesta multilateral sin precedentes, aunque sólo parezca que nos reunimos a lo grande una vez al año, y este 2019 estamos en un punto de no retorno. Sólo tomar conciencia de ello ya vale una cumbre”, concluye Lindeman.