Eran doce de los nuestros
Muchas de las declaraciones de condena de los atentados de Barcelona buscan despreciar a los terroristas calificándoles de "meros asesinos", "burdos criminales" y menosprecios parecidos. Aunque la analogía resulte dura, me parece que esta estrategia de descalificación es tan errónea y peligrosa como la que tilda de perturbado al hombre que asesina a su esposa. En ambos casos, se busca reducir al perpetrador a una condición irracional, y al hacerlo, se renuncia a comprender la compleja estructura de la radicalización.
El uso que ciertos medios de comunicación han hecho de las imágenes y secuencias relacionadas con los ataques tiene un efecto parecido. Más grave que la polémica generada por la exhibición de fotografías que mostraban cadáveres y cuerpos me parece el uso de capturas de cámaras circunstanciales (la de la sucursal de un banco o de una tienda aledaña a las Ramblas) para recrear el escenario de la tragedia. Las más de las veces esas imágenes y secuencias no tienen ningún valor informativo: muestran, por ejemplo, un puñado de personas que corren, otra que se gira con las manos en la cabeza, otras dos que hablan mientras señalan al punto de fuga. Las hemos visto en los programas especiales de televisión sobre los atentados, ambientadas con una música que bien podría haber sido extraída de una escena en la que Bruce Willis está a punto de salvar a la humanidad de un inminente desastre. Las imágenes desnudas no lo dicen, pero su enmarcado nos da a entender que un mal más allá de lo imaginable se ha producido. Pasa lo mismo con las capturas de Younes Abouyaaqoub en fuga por La Boquería, publicadas por los periódicos: lo que muestran no aporta mayor revelación sobre los hechos, pero suscitan el morbo perverso de ver de soslayo un mal radical esquivo, casi irrepresentable.
Se alegará que este tipo de productos mediáticos tienen el fin de generar una respuesta cohesionada por oposición a un enemigo claramente definido. Lo entiendo bien, pero precisamente aquí reside mi objeción: es muy pobre la sociedad que se congrega como racional por oposición a los irracionales, o por ser buenos por oposición a los malos. Como señalaba el politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca en un artículo reciente, en los países occidentales hemos ido estableciendo unas rutinas políticas, mediáticas y sociales ante los atentados yihadistas. La sucesión de programas especiales, muestras de compasión, endurecimiento de protocolos de seguridad, alabanza de las instituciones, etc., arrojan una sensación ritual, un hábito ante un fenómeno que se sobreentiende obvio y ya conocido: bárbaros que hacen barbaridades, cuyos actos les excluyen de la condición humana, y que tras distintos avatares acaban por ser "abatidos" (es el término oficial reiterado por las crónicas) por la policía. Esta "barbarización" forma parte de nuestro imaginario cultural, como han demostrado Edward Said o Roger Pol-Droit: el Medio Oriente es para el mundo cristiano un espacio de barbarie, pero no una barbarie cualquiera, sino una especialmente malvada, sofisticada y fanatizada, un antónimo exacto, un rival a la altura.
Este es el relato que produce este tratamiento mediático y la reacción ritualizada antes mencionada. Pero resulta que es del todo inadecuado para describir la naturaleza del grupo de Ripoll: no eran bárbaros ajenos a nuestra realidad, sino conciudadanos formados por nuestras instituciones educativas, asistidos por nuestros servicios sociales desde su juventud, socializados en nuestras actividades de tiempo libre más compartidas; hablaban dos de nuestras lenguas oficiales, según parece, el catalán incluso con acento payés; no procedían de una sofisticada cultural oriental, pues más bien sus usuarios en redes evidencian los gustos y aspiraciones de cualquier joven de la Europa occidental. Ni siquiera, por lo que parece, eran fanáticos religiosos: se les veía rezar desde hace pocos meses y parece que su conocimiento del Islam era reducido.
No eran bárbaros, tampoco fanáticos ultraortodoxos ni diablos encarnados: eran doce de los nuestros, y han elegido el camino que más les alejaba de nosotros. Para comprenderlo, la estrategia de la demonización es la peor salida. Como ha mostrado Javier Lesaca en su valiosa investigación, el Daesh logra adeptos creando modelos aspiracionales a través de códigos culturales occidentales. Entre otros recursos, emplean vídeos de otros jóvenes explicando por qué se han unido a Daesh, o con grabaciones de matanzas inspiradas secuencia a secuencia en videojuegos y películas populares. Al contrario que el arcaísmo de Al-Qaeda y Osama Ben-Laden, cuya elegancia afgana sí encarnaba el tópico orientalista del malvado sofisticado, en los vídeos del Estado Islámico ni siquiera aparece su líder, Al Baghdadi, cuya planta de clérigo no conseguiría demasiados followers.
Obviamente, jugar al Grand Theft Auto (videojuego en el que el usuario atropella peatones en su huida) no es causa suficiente para desear cometer un atropello masivo en Las Ramblas. Lo que quiero hacer ver es que reducir la complejidad cultural y psíquica de los procesos de radicalización a una opaca barbarie islamista es un error autocomplaciente. En Europa no nos hemos esforzado en conocer a nuestros musulmanes, pese a que pronto serán varios millones. Seguramente se deba a un prejuicio cristiano-céntrico, o a esa actitud voltairiana que condena toda religión por potencialmente fanática. No hay que negar el Islam, ni tampoco ignorarlo: debemos ayudar a sentar las condiciones para que el wahabismo saudí no sea capaz de llegar a inocularse hasta en el último de los garajes donde nuestros conciudadanos instalan sus oratorios (uno de cada tres en Cataluña es de tendencia salafista) y siga reemplazando a culturas islámicas más abiertas como la magrebí; debemos consolidar modelos aspiracionales que permitan ser musulmán al tiempo que europeo, español, catalán; debemos dialogar desde el conocimiento y el respeto mutuo y no desde el prejuicio orientalista.
Reducir los ataques yihadistas al mal radical no nos ayudará a posicionarnos como una sociedad a la altura de la complejidad del problema. Entre los vídeos de consuelo y esperanza que han circulado estos las me quedo con uno en el que, al son del Imagine de John Lenon, vemos imágenes de Las Ramblas pobladas de vida y flores. Pero quizás, al igual que les gustaban los videojuegos, los terroristas también escuchaban a los Beatles. No lo olvidemos, eran doce de los nuestros.