El mal nuestro de cada día

El mal nuestro de cada día

Imagen de archivo de un cuadro de Pablo Escobar.RAUL ARBOLEDA via Getty Images

La municipalidad de Medellín ha decidido derruir el edificio Mónaco, que fue vivienda de Pablo Escobar, al constatar que se ha convertido en un lugar de peregrinación para turistas amantes de lo morboso y lo malvado.

De cuantas noticias absurdas me agreden a diario ("sólo lo ilegible sucede"), pocas me han sorprendido tanto como descubrir que hay gente capaz de sentirse fascinada por un asesino zafio y ramplón.

Porque Escobar jamás tuvo la grandeza de Hannibal Lecter o del profesor Moriarty (Raskolnikov o Kurtz, por supuesto, miran desde su pedestal de niebla).

El "filántropo" Escobar ni siquiera pudo acercarse al melindroso Doctor No (tan frágil que 007 lo mató a la primera. Lástima de pólvora; le hubiera bastado con un taponazo de Bollinger).

Mucho antes, tampoco entendí el éxito de los corridos que ensalzaban a los narcotraficantes de la agraviada frontera de Río Grande, del "Chapo" Guzmán al último de sus compadres, meros navajeros con las cartucheras y las cuentas corrientes abultadas.

Cuando Hannah Arendt habló, aterrada, de la banalidad del mal, fue incapaz de imaginar que llegaría el día en que la crueldad se frivolizaría; que el asesinato de las mujeres de Ciudad Juárez y el abandono de los inmigrantes en el deslumbrante desierto se aceptarían como un mal (estético) menor.

Puede que lo que nos atraiga de verdad sean los bigotes: Franco, Hitler, Pinochet, Stalin, Videla, Trujillo, Stroessner...

Acerca de la angustia de sobrevivir en el filo de la navaja, pocos textos podrán leer más lúcidos que Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera, un libro del que he regalado más ejemplares que días tiene un año bisiesto. O el no menos admirable, y a ratos incómodo, Las tierras arrasadas, del también manito Emiliano Monge.

Quizás la fascinación que sentimos ante la maldad tenga que ver con nuestro miedo. Las normas con las que nos resignamos a vivir en sociedad saben más de la contención del pánico que de una verdadera ética.

Aceptamos las restricciones impuestas a nuestros instintos a cambio de poder guardar nuestra debilidad, nuestros temores, al fondo del cajón. Por eso envidiamos secretamente al que las tira a la basura, sin darnos cuenta de que su fortaleza es de cartón piedra, que apenas se sostiene ante quien tiene el valor de vivir día a día, y cuya convicción sólo se detiene ante los semáforos ("Chaval, el verdadero héroe es tu padre, doce horas al día encorvado sobre el volante de un autobús". Gracias mil veces Palminteri y de Niro, por aquella inolvidable Historia del Bronx).

Esa es la verdadera fuerza.

O puede que lo que nos atraiga de verdad sean los bigotes: Franco, Hitler, Pinochet, Stalin, Videla, Trujillo, Stroessner... (Mussolini sufría por no exhibirlo, pero con semejante sandía no pasaba de dictador de segunda).

¡Qué tristeza ver en qué han terminado las calaveras de Posadas! De guiño irreverente dirigido a la muerte (esa compañera que se cuelga de nuestro brazo para que riamos con ella lágrima a lágrima), han pasado a ser tatuaje de indocumentados que ignoran la tortura oculta tras la infame y famosa frase "plata o plomo". O, lo que es peor, una radiografía del gore.

Prefiero pensar que son idiotas antes que sádicos.

Y no me valen los argumentos que hablan de barrios en Medellín o en Sinaloa donde el dinero de estos camorristas ha levantado casas y horadado alcantarillas. No hay dignidad en un techo sostenido por el miedo y la esclavitud.

En un restaurante de San Miguel Allende, y siguiendo la tradición muralista de Orozco, Rivera, Siqueiros... el Tren -ese tren siniestro que arrastra la muerte sobre raíles de indiferencia- que serpentea en la pared es una víbora.

Y, hace unos días, un cartelón anunciando la nueva temporada de la serie Narcos ocupaba la fachada de un edificio en la calle Génova esquina a la plaza de Colón. En él se leía "Hijos de la chingada".

No estaría de más ridiculizar a quienes consumen con avaricia los malditos libros que propugnan el odio, la violencia gratuita (tan cara en realidad) y la razón de la fuerza (tan irracional y tan débil).

Pancarta que también habría lucido colgándola de cierta cruz exagerada y fea que agrede a la Sierra de Madrid (un monumento labrado a fuerza de tiempo y dulzura) allá por el valle de Cuelgamuros.

Puestos a terminar con las peregrinaciones macabras, tal vez hubiera sido mejor dejar los huesos del gallego donde están (en lugar de trasladarlos a una franquicia en el centro de la ciudad) y dinamitar el conjunto, encargando a la lluvia y a las semillas su trabajo de olvido.

No estaría de más ridiculizar a quienes consumen con avaricia los malditos libros que propugnan el odio, la violencia gratuita (tan cara en realidad) y la razón de la fuerza (tan irracional y tan débil). Individuos que conforman una secta que, más allá del daño que puede causar, sólo provoca risa.

Qué inquietante es el auge de las religiones oscurantistas (disculpen el pleonasmo), y qué triste que vaya en aumento ese coro de iluminados que, manos a la Obra, a cambio de solucionarnos la vida eterna, quieren jodernos esta.

A cada instante aparecen nuevos mesías, Bolsonaros dispuestos a estercolar el jardín.

Malos tiempos que no coartarán nuestro optimismo si recordamos que para la aventura bastan dos palabras: "Llamadme Ismael".

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”