Cataluña, la enemiga
El Gobierno de izquierdas ha conseguido en estos años recientes lo que parecía imposible
Cataluña es un ente nacional con fuerte personalidad, vinculado a la idea moderna de España al menos desde el siglo XV, cuando se fusionaron las coronas de Aragón y de Castilla. A principios del XVIII, La Corona de Aragón, y Cataluña en ella, tomó partido en la guerra de Sucesión por el archiduque Carlos, quien fue reconocido en Barcelona en 1705 como rey de España con el título de Carlos III, y allí situó su corte.
La fidelidad de Cataluña —y del reino de Mallorca— a la causa austracista la convirtió en el último reducto de la resistencia al avance de Felipe V, incluso después de que se hubieran firmado los tratados de Utrecht-Rastatt (1713-1714) que pusieron fin a la guerra en Europa. El 11 de septiembre de 1714, las tropas austracistas, comandadas por el general Antonio de Villarroel y del conseller en cap Rafael Casanova, fueron derrotadas en Barcelona por las tropas francesas que apoyaban a Felipe V.
Desde entonces, aquella derrota fue conmemorada y convertida en la fiesta nacional de Cataluña. Felipe V dictó los decretos de Nueva Planta, encaminados a abolir los fueros, instituciones y leyes propias de los territorios que le habían combatido durante aquella Guerra de Sucesión.
Desde aquellos episodios, la reivindicación nacionalista de Cataluña ha sido una constante, pulsátil y recurrente, que ha llegado hasta hoy. Pero durante largos periodos de tiempo la relación entre Cataluña y el resto del Estado ha sido pacifica y creativa, bien porque en determinadas etapas se ha mitigado la reclamación catalana, bien porque se haya hecho uso atinado de la conllevancia, un término acuñado por Ortega y Gasset para describir ese grado de tolerancia y de respeto mutuos que ha hecho posible que los catalanes y los demás españoles, vinculados por estrechos lazos de cultura y consanguinidad, contribuyesen al quehacer común. Figuras como Cambó tendieron puentes admirables que sin embargo fueron casi siempre volados con saña prematuramente.
La Segunda República, de hecho la única etapa verdaderamente democrática que ha vivido este país, otorgó a Cataluña un Estatuto de Autonomía, que lamentablemente pereció con el régimen republicano al término de la guerra civil. El fusilamiento del último president de la Generalitat, Lluís Companys, en Montjuich el 15 de octubre de 1940 fue el brutal golpe de gracia a las aspiraciones identitarias catalanas, que tuvieron que plegarse al unitarismo de la dictadura. Pero al término del franquismo, las formaciones nacionalistas democráticas renacieron y se recompusieron para contribuir a la reconstrucción del país.
Los constituyentes, entre los que destacó el catalán Miquel Roca, idearon el Estado de las Autonomías, que encarriló la diversidad y la pluralidad en un intento cuasi federal que hoy pervive con buena salud, aunque requiere notoriamente una reconversión. En estos cuarenta y cinco años de vida democrática, el nacionalismo catalán ha sido casi siempre cooperador y positivo.
Con una excepción notoria: el 'procés'. Tras la retirada de Pujol, el socialista Maragall intentó una reforma del Estatuto de Autonomía que mitigara un evidente malestar en Cataluña por determinados desequilibrios innegables. Pero la derecha españolista de todo el Estado, que nunca creyó del todo en el derecho a la diversidad de la sociedad democrática, se opuso con saña en todas partes. La gran crisis de 2008 y la apatía de Rajoy impidieron una rectificación y un arreglo cuando todavía era posible y el diferendo concluyó en el 1-O, en la aplicación del art. 155 C.E. y en la ruptura, zanjada en un arduo proceso en el Supremo. Hubo prisión para los revoltosos.
El Gobierno de izquierdas ha conseguido en estos años recientes lo que parecía imposible: gracias a unos indultos y a una amnistía para superar aquella ruptura, los catalanes han entronizado a un socialista en la presidencia de la Generalitat, ya que los nacionalistas están en minoría. Pero hay quienes quieren que fracase la aventura.
Jordi Juan, director de La Vanguardia, refería la situación este lunes: "Alfonso Rueda, presidente de la Xunta de Galicia, afirma este domingo en El Mundo: 'No admitiré que se le dé un solo euro a Catalunya a costa de Galicia'. Y María Guardiola, presidenta de la Junta de Extremadura, también este domingo en La Razón: 'La defensa del interés de Extremadura no puede ir en perjuicio de un catalán'. Y el fin de semana pasado, Juan Moreno Bonilla, presidente de la Junta de Andalucía, en El Mundo: 'No voy a aceptar que un catalán tenga más que un andaluz'".
Sería inimaginable que alguien pretendiera engendrar un sistema de financiación autonómica que privilegiara a algunos y perjudicara al resto. El propio Salvador Illa ha negado airadamente esta posibilidad. Una cosa es que Cataluña recaude sus impuestos y otra muy distinta que se quiebre la equidad. Por lo que Jordi Juan sospecha que hay quien está interesado en esparcir la catalanofobia. El PP, entre otros. Habría que meditar al respecto porque la solución de este país no pasa, es obvio, por abrir nuevas grietas entre Cataluña y el resto del Estado.