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Un buen rey

Un buen rey

"En manos del actual rey, la institución funciona y son otras las fracturas que hay que apresurase a reducir y a restañar".

Felipe VI en su tradicional mensaje de Navidad, grabado en el Salón de Columnas del Palacio Real.Ballesteros / EFE

El mensaje navideño de Felipe VI ha irrumpido como un meteorito en un panorama político devastado por la dana del 29 de octubre y desatentado por una permanente sobreactuación de la clase política, “legítima pero en ocasiones atronadora”, en palabras del propio monarca. 

La etiología de nuestras enfermedades y perversiones democráticas es cada vez más compleja, y por lo tanto difícil de resumir en episodios singulares o en acotaciones concretas: deberíamos efectuar una recapitulación global de nuestro modelo, que por otra parte somos incapaces de llevar a cabo porque el ruido es, reconozcámoslo, atronador, incapacitante. 

Pero incluso quienes nos preciamos de ser racionalistas y, por lo tanto, poco propensos a la sentimentalidad, hemos de reconocer que nos sorprende a veces la irrupción de la única institución mágica y mistérica de nuestro sistema constitucional. La monarquía, se quiera reconocerlo o no, habla a los ciudadanos desde el púlpito vacío del sentido común y de un al menos teórico desprendimiento de cualquier inclinación partidaria. 

Y lo que nos dice nos sorprende no por imaginativo sino por obvio. Porque este país se ha vuelto tan alambicado que ha perdido el sentido de la obviedad: tiene que ser alguien que provenga del espacio exterior -exterior al bloque beligerante de los partidos- quien nos eche en cara la universal manipulación política de la dana, quien nos diga con hiriente sencillez que el gran problema nacional es la inaccesibilidad de la vivienda que aqueja a las generaciones emergentes, quien nos explique que la inmigración no es una malévola invasión silenciosas de extranjeros atroces y voraces, como afirman los criminales xenófobos, sino un hecho común y permanente que está en la base de nuestras sociedades “abiertas e interconectadas”, y que requiere una buena gestión y una integración respetuosa, basada en las normas comunes de convivencia y en el reconocimiento de la dignidad de las personas. 

Para Felipe VI, del éxito de este proceso de aceptación e integración de los inmigrantes depende el futuro de “nuestros principios y la calidad de nuestra democracia”.

Se equivocaría de plano quien entendiera que el jefe del Estado ha lanzado una vez más al aire, como cada año, una especie de programa político abstracto y de alto nivel que las fuerzas políticas deberían aceptar ciegamente para resolver de un plumazo los problemas de la patria. Lo único que ha hecho el rey, en el cumplimiento más estricto de las limitaciones que le impone la moderna carta magna que nos guía, ha sido refrescar el ambiente, relatar el panorama que se divisa si se sube lo bastante alto para disponer de suficiente perspectiva.

La terrible dana, solo inteligible si se enuncian los más de 200 muertos, ha mostrado con una simultaneidad hiriente tanto la capacidad de un país moderno para afrontar con relativa eficiencia una catástrofe de tanta envergadura, cuanto la endeblez de las administraciones autonómicas a la hora de forjar los indispensables consensos y de responder a tales requerimientos extremos, entre otras razones por la inexistencia de una estructura verdaderamente federal que distribuya cabalmente las funciones, competencias y capacidades de cada nivel territorial, y porque los canales de comunicación que deberían ligar los recursos entre sí y afectarlos al foco del problema han sido simplemente improvisados.

No están los tiempos para distraernos en especulaciones. Tardaremos todavía mucho en digerir completamente la decepción que nos ha causado la verdadera historia de rey emérito, pero no sería inteligente cargarnos de prejuicios ni rechazar a destiempo la institución monárquica por aquel fracaso. La realidad es que, por un conjunto de motivos, desde la predisposición personal del personaje a la buena formación que ha recibido, pasando por el acierto en la elección de esposa para el matrimonio, tenemos un rey cabal, capaz de cumplir el mandato constitucional y de servir de referente intelectual (que no político) en la armonización del propio sistema institucional.

Este país necesita cambios y reformas que mejoren la productividad política, templen el ambiente y apacigüen el espacio público. Tales reformas han de mejorar, a la luz de la experiencia, el referido sistema institucional, pero de momento no se entendería que se empezara la casa por el tejado: en manos del actual rey, la institución funciona y son otras las fracturas que hay que apresurase a reducir y a restañar.