¿Hacia una normalización del terror y el duelo?
¿Debería sorprendernos que la reacción a los atentados del pasado 22 de marzo en Bruselas no haya sido aparentemente tan intensa y sentida como la que se produjo tras los de París en noviembre pasado? ¿Acaso es síntoma de una lenta, pero paulatina, normalización del terrorismo yihadista en Europa? ¿O juegan también otros factores en esta supuesta mayor tibieza?
Candle light de Jon Sullivan/ Wikimedia Commons
¿Debería sorprendernos que la reacción a los atentados del pasado 22 de marzo en Bruselas no haya sido aparentemente tan intensa y sentida como la que se produjo tras los de París en noviembre pasado? ¿Acaso es síntoma de una lenta, pero paulatina, normalización del terrorismo yihadista en Europa? ¿O juegan también otros factores en esta supuesta mayor tibieza?
Hemos visto cómo las reacciones de la ciudadanía europea e internacional al terrorismo y los rituales de duelo se han repetido, pero con menor fuerza y eco. En las redes han circulado banderas, fotos, dibujos, hashtags, etc, en solidaridad con la capital belga, pero estamos lejos de la inundación de símbolos galos que se produjo tras los últimos atentados de París. Ello no impide que se repita el argumento acerca del etnocentrismo y lo injusto de solidarizarse con Bruselas cuando, en lo que va de año, Estambul y Ankara, entre otros, han sido víctimas de atentados terroristas y no han recibido las mismas muestras de solidaridad. Hemos asistido, asimismo, a las declaraciones de unidad frente al terror por parte de nuestros representantes políticos -dentro de cada país y a nivel internacional-, pero percibimos que esta unidad es cada vez más efímera. Ahora resulta prácticamente impensable, por ejemplo, la convocatoria en Bruselas de una marcha ciudadana masiva como la que tuvo lugar en París tras los atentados del 7 de enero de 2015 y a la que asistieron un nutrido grupo de líderes europeos y mundiales.
Es evidente que Bruselas no representa lo mismo que París en el imaginario colectivo. Para muchos, aquellos que no la conocen directamente y la aprecian en tanto que ciudad, con su historia, cultura y particular idiosincrasia, suscita más bien la imagen de una burocracia europea, lejana geográficamente, distanciada de sus ciudadanos y, en los últimos tiempos, con un sesgo arrogante, quizá incluso cruel. La gestión de la crisis griega y, más recientemente, la crisis de los refugiados ha hecho estragos en la imagen de la Unión Europea de la que Bruselas, lo quiera o no, es la cabeza tanto real como figurada. Puede que el escaso activo simbólico y político de la Unión Europea explique en parte la mayor tibieza de la reacción de la ciudadanía a los atentados en Bruselas, siempre en comparación con los de París.
Puede ser también que el discurso belicista de Manuel Valls y otros líderes europeos, junto con una suerte de fatalismo individual ("me puede tocar a mí cualquier día de estos"), estén calando poco a poco en nuestro inconsciente. En las guerras hay, inevitablemente, muertos y heridos. Los que hemos tenido la suerte de vivir en paz en nuestras sociedades desde que nacimos, nos preguntamos a veces cómo soportan las personas en países en conflicto la amenaza constante, en su día a día, de morir o perder a un ser querido. Pues bien, los seres humanos somos animales de hábito y nos acostumbramos prácticamente a todo, tanto a la paz como a la guerra.
Al mismo tiempo, persiste en muchos de nosotros ese murmullo interior crítico (¿escéptico?) que nos dice que debemos resistirnos a aceptar la idea de que estamos en guerra y que, a veces, aún a riesgo de pecar de relativistas, conviene situar el terror yihadista en perspectiva, precisamente, para no otorgarle ese poder que ansía. Baste recordar que, mientras se homenajeaba a las 31 víctimas de los atentados de Bruselas, se rendía homenaje a las 150 víctimas del vuelo de Germanwings, estrellado en los Alpes por su copiloto Andreas Lubitz hace un año. Un acto suicida, planeado, producto de la inestabilidad psicológica de Lubitz y que, como se dice frecuentemente de los atentados yihadistas, podría haberse evitado de haber funcionado óptimamente los controles institucionales pertinentes.
Quizá por todo ello -porque empieza a haber cierta sensación de déjà vu; porque Europa, la Unión Europea, ha perdido simpatías como resultado del trato dispensado a sus socios más débiles y a los refugiados; porque, individualmente, comenzamos a aceptar el terrorismo yihadista como una fatalidad más de la que podemos ser víctimas en cualquier momento- los rituales de duelo luego de los atentados yihadistas se repiten como en esta última ocasión, aunque cada vez un poco más mecánicamente.
Este artículo fue publicado anteriormente en el blog de la autora