Daniel Blake: ciudadano, ni más ni menos
Yo, Daniel Blake nos habla de dignidad y de justicia o, mejor dicho, de cómo la falta de la segunda reduce o elimina la primera. Las historias de Daniel y Rachel nos duelen porque nos enseñan cómo, ante la falta de justicia social, la caridad es la que está hoy permitiendo que millones de seres no naufraguen.
Dudo mucho que Rajoy, después de su triunfante investidura del sábado noche, se fuera al cine a ver la última de Ken Loach. Me resulta más fácil imaginármelo poniendo a prueba su dureza de notario en la sensiblera y tramposa Un monstruo vino a verme. Saldría de ella reconfortado después de una emoción facilona que le permitiría luego dormir a pierna suelta como quien ha expiado sus pecados rezando un par de avemarías. No habría estado mal que no solo él sino todos los señores diputados y todas las señoras diputadas, antes de decirle que 'sí' a cuatro años más de políticas neoliberales en lo económico y conservadoras en lo moral, o simplemente abstenerse -quien calla otorga- ante el que ha sido uno de los principales valedores de la desigualdad en nuestro país, se hubieran pasado por una sala de cine y se hubieran metido en vena ese chute de verdad que constituye la última película del director de Tierra y libertad.
Fiel a su irrenunciable compromiso social, y con la siempre inestimable ayuda del también comprometido guionista Paul Laverty, Koach nos vuelve a dar una lección sobre lo que entiendo que el cine también puede y debe ser: un aldabonazo ético en las conciencias de los espectadores. Con su habitual estilo austero, que no frío, y sin hacer concesiones al sentimentalismo, el director británico nos ofrece un retrato angustioso y conmovedor sobre los que están las afueras, esos que cada día son más y que sobreviven a duras penas más por la caridad que por la protección de un Estado que hace tiempo dejó de responder al adjetivo "social" con el que un día lo soñó el constitucionalismo. Es decir, Yo, Daniel Blake es un relato sobre los pobres, sobre los desahuciados, sobre los que mueren de hambre o frío, sobre los que apenas son un número en las estadísticas de final de trimestre.
La historia de Daniel, que podría ser la de tantos hombres como él en esta Europa cada día más controlada por los mercaderes, y la de Rachel, la joven madre soltera con la que se cruza en su solitaria vida de individuo en los márgenes del sistema, es la mejor evidencia de como más que antes una crisis económica nos encontramos ante un cambio de paradigma. El que nos lleva, irremediablemente me temo, salvo que iniciemos pronto una revolución, a reducir al mínimo el papel garantista de los derechos básicos por parte de un Estado que restringe sus políticas sociales y que, además, genera todo un aparato burocrático-administrativo que acaba actuando en contra de los más vulnerables. El que parece haber perdido de vista la brújula de la dignidad.
La dignidad es uno de esos valores muy complicados de definir a priori. Hay cientos, miles de páginas escritas por sesudas mentes en torno al concepto. Sin embargo, la mejor manera de captar su esencia es comprobar cuanto duele, personal y colectivamente, cuando es pisoteada, devaluada o simplemente no reconocida. Es en ese ejercicio de empatía, que con la narración cinematográfica cuando está bien hecha es tan fácil de conseguir, donde es posible descubrir el sentido último de la Humanidad, el fundamento axiológico de tantas declaraciones y proclamas que vemos cómo en el siglo XXI quedan reducidas a meras promesas a las que ni siquiera buena parte de la izquierda da la prioridad que merecen.
Yo, Daniel Blake nos habla de dignidad y de justicia o, mejor dicho, de cómo la falta de la segunda reduce o elimina la primera. Las historias de Daniel y Rachel nos duelen porque nos enseñan cómo, ante la falta de justicia social, la caridad es la que está hoy permitiendo que millones de seres no naufraguen, porque nos muestra el lado más perverso de una Administración que hace tiempo dejó de atender al orden amoroso de la vida, porque nos confirma que en el capitalismo patriarcal dominante las mujeres son las más discriminadas entre los discriminados y acaban siendo fácilmente mercancía destinada a satisfacer los deseos de los hombres.
Ken Loach nos cuenta todo eso y más sin necesidad de buscar la lágrima fácil, sin rostros de actores conocidos ni de estrellas fulgurantes, sin músicas estridentes que hagan que nuestra piel se ponga de gallina. Se limita a dejar que la vida entre en la cámara y se nos cuente, con toda su crudeza, con la ternura que irradian los hijos de Rachel y con la bondad que respira Daniel, con el desamparo y la angustia que nos comunica ella y con los vínculos emocionales que se generan entre los cuatro. Una familia sin sangre compartida pero unida por la necesidad de abrazos que generan la soledad y la pobreza.
Daniel, como bien se deja claro al final de la película, no pide otra cosa que ver garantizados sus derechos de ciudadano, la igual dignidad que se supone que todas y todos compartimos por el hecho de nacer humanos. Su grito de desesperanza es una llamada para que como espectadores tomemos partido frente a un mundo dominado por quienes hace tiempo que olvidaron que el Derecho no tiene sentido si no es como garante de nuestro bienestar y que lo público solo se justifica si garantiza las iguales oportunidades de todas y de todos. Lo contrario, como bien nos muestra la última y necesaria película de Loach, no es más que un terrible fracaso de la democracia. Un fracaso ante el que sobre todo la izquierda no debería permanecer impasible, ni mucho menos cómplice de quienes tanto se empeñan en demostrarnos que no hay más ley que la de los piratas ni más ética que la propia del individualismo depredador.