Elogio de la inestabilidad

Elogio de la inestabilidad

La inestabilidad política que se vive actualmente en España no tiene por qué ser tan negativa como se cree. De hecho, si los dirigentes saben responder al reto con altura de miras, es posible que la nueva situación, más que una fuente de males, sea un principio de solución a problemas que venimos padeciendo por décadas. La búsqueda de mayorías absolutas en todos los ámbitos ha favorecido los monopolios de poder y, con ello, la impunidad y la corrupción.

5c8b0aad360000a61b6c57a8

Foto: EFE

Desde hace casi un año nuestro país tiene serios problemas para formar gobierno. Las elecciones generales de diciembre dieron como resultado un panorama político complicado en el que la creación de una mayoría estable se mostró inviable. La repetición de los comicios en junio no solucionó el impasse y, si volviera a llamarse a los españoles a las urnas, no es de esperar que se produzcan cambios sustanciales. Todo hace pensar que nos aguarda una etapa de inestabilidad en la que uno o dos partidos tendrán que gobernar negociando acuerdos puntuales con otras formaciones.

En un país acostumbrado al sosegado turno pacífico entre el PSOE y el PP, esta situación ha causado alarma. Tendríamos que remontarnos al periodo de la Transición, hace ya cuatro décadas, para encontrar un panorama tan complejo e incierto como el actual. Diversos analistas pronostican un futuro tenebroso, con una sociedad desmoralizada y en un barco sin timón, a la deriva. Personalmente, sin pecar de ilusorio, no soy de esa opinión. Comprendo que el momento está preñado de amenazas y que los problemas podrían agravarse. La baja calidad de la clase dirigente española (no sólo la política) hace temer lo peor. Pero si así sucediera, la culpa no habría que achacársela a las circunstancias sino a las personas. Un Gobierno inestable no tiene por qué acarrear efectos negativos para la gente de la calle. Por el contrario, ofrece la oportunidad de corregir prácticas de gobierno nefastas que se han mantenido por años.

Pongamos en contexto la situación.

Desde el 2008, España se ha visto zarandeada por tres grandes sacudidas. En primer lugar, una grave recesión económica que ha dejado a su paso una dolorosa secuela de desahucios, despidos y sufrimiento. Sus efectos se han notado en varios países europeos, pero el nuestro ha sido de los más afectados. Paralelamente, han salido a la luz numerosísimos casos de corrupción que han desmoralizado a los españoles, creando una peligrosa falta de confianza en las instituciones. Para terminar, el órdago independentista de CiU, un partido que hasta hace poco se creía moderado, ha hecho tambalear los cimientos de nuestra convivencia, activando una crisis que los distintos grupos no nacionalistas han estado lejos de confrontar con unanimidad de criterio. La combinación de estos tres factores constituye el mayor reto que se le ha presentado a la democracia española en sus cuarenta años de existencia.

La sensación de impunidad de los dirigentes y sus adláteres fue, como suele suceder, un inmejorable caldo de cultivo para la corrupción. Es uno de los aspectos positivos de la actual crisis, que ha hecho aflorar a la superficie problemas que llevaban largo tiempo enquistados.

Si exceptuamos la recesión económica, que obedece tanto a factores internos como externos, y cuya resolución está en gran parte determinada por el diktat de organismos supranacionales (aunque sin la mayoría absoluta, el PP no habría podido confrontarla como lo ha hecho), los otros dos grandes detonantes de la crisis actual tienen su raíz exclusivamente en nuestro suelo. Y es significativo que sus orígenes estén relacionados con el continuismo que experimentó nuestro país durante largo tiempo. Porque el deseo de estabilidad en política suele pagarse caro. En España lo sabemos muy bien. Tenemos una larga historia de gobiernos autoritarios que se han perpetuado en el poder recurriendo al expediente de silenciar al contrario. Persecuciones, cárceles, exilios. Pero no es de esa forma extrema de "estabilización" de la que me propongo hablar aquí.

En los sistemas democráticos, la situación más estable es aquella en la que un partido dispone de mayoría absoluta. Y eso es lo que, de un modo u otro, ha venido sucediendo entre nosotros por décadas. En unos casos, porque el PP o el PSOE ganaron las elecciones con suficiente número de votos como para gobernar en solitario. En otros, porque esos mismos partidos recurrieron a los nacionalistas periféricos (sobre todo vascos y catalanes) para conseguir un objetivo similar. Los resultados de este tipo de negociación, que implica una visión parcelada del poder, han ocasionado graves problemas al país.

La negociación entre partidos, indispensable en cualquier democracia, puede entenderse de dos maneras distintas: como un medio de acercar posiciones entre programas, haciendo concesiones a los adversarios, o como una forma de deslindar áreas de influencia. Las dos modalidades tienden a confundirse, pero son radicalmente diferentes, si no opuestas. Entendida en su primera acepción, la búsqueda de acuerdos obliga a flexibilizar actitudes, y por tanto motiva la creación de espacios comunes y puntos de encuentro. Se evita así que las decisiones se adopten unilateralmente, al tiempo que se facilitan las labores de vigilancia entre partidos, un factor indispensable para garantizar el buen funcionamiento del sistema. La segunda, por el contrario, se limita a fragmentar el poder, creando múltiples ámbitos en los que una determinada formación tiende a ejercerlo de manera omnímoda. Lo que viene a traducirse en que se fomenta la rigidez, el autoritarismo y la sensación de impunidad.

En nuestra democracia, hay buenas razones para pensar que la negociación ha solido entenderse más en la segunda acepción que en la primera. El diálogo se ha concebido, no como una oportunidad de flexibilizar programas, sino de crear sultanatos. La estabilidad del sistema se ha basado durante décadas en lo que podríamos denominar un monopolio de poder compartido, con grupos que han manejado los distintos ámbitos como si se tratara de feudos privados. Esa forma de concebir los pactos ha sido muy buena para los políticos, pero muy mala para los ciudadanos. Ha facilitado las labores de gobierno, evitando los sinsabores de tener que realizar concesiones y pasar escrutinios, pero ahora sabemos a qué precio. La sensación de impunidad de los dirigentes y sus adláteres fue, como suele suceder, un inmejorable caldo de cultivo para la corrupción. Es uno de los aspectos positivos de la actual crisis, que ha hecho aflorar a la superficie problemas que llevaban largo tiempo enquistados.

El mayor reto que se les plantea a nuestros dirigentes es demostrar que son capaces de confrontar la situación con inteligencia y extraer el mejor resultado de ella.

El estado de cosas que así se creó es el que ha empezado a mostrar síntomas de agotamiento. Las últimas dos elecciones han dejado un panorama complicado, en el que el espacio político se divide en multitud de fuerzas, muchas de ellas incompatibles. Un panorama, sin embargo, que refleja mejor que nunca las diversas tendencias existentes en nuestra sociedad. Ante esa situación, los partidos pueden echar la culpa a los votantes y desentenderse del problema o sentarse a negociar. Con la particularidad de que, de hacerlo, no podrán recurrir al expediente de siempre. El intento de Mariano Rajoy de ganarse el apoyo del PNV "a cambio de algo", siguiendo el procedimiento habitual, evidencia que el dirigente del PP no ha comprendido bien el cambio que se ha operado en la escena política. En una situación como la actual, no es suficiente con otorgar prebendas y repartir canonjías. La negociación requiere modificar programas, matizar propuestas y rendir cuentas de la gestión. Ése es el resultado de las urnas. Un gobierno en minoría implica ejercer el poder de manera incómoda. Y esa incomodidad, si se sabe sacar partido de ella, es sin duda buena para el país.

El mayor reto que se les plantea a nuestros dirigentes es demostrar que son capaces de confrontar la situación con inteligencia y extraer el mejor resultado de ella. El partido en el poder, rebajando su prepotencia y mostrándose receptivo a las condiciones de otros grupos. Obtener el mayor número de votos no implica obcecarse en imponer unilateralmente un programa. Mucho menos, negarse a erradicar la corrupción, un objetivo que debería ser compartido por todos. Los partidos en la oposición, ejerciendo su labor de manera pragmática, tomándose la debilidad del gobierno como una oportunidad para iniciar una nueva forma de hacer política. Mencionar los principios para negarse a dialogar es un gesto inoperante y vacío. Con un panorama tan complicado como el actual, la dificultad estriba en que todos reconozcan sus límites y, a partir de ahí, saber negociar un acuerdo.

La inestabilidad política que se vive actualmente en España no tiene por qué ser tan negativa como se cree. De hecho, si los dirigentes saben responder al reto con altura de miras, es posible que la nueva situación, más que una fuente de males, sea un principio de solución a problemas que venimos padeciendo por décadas. La búsqueda de mayorías absolutas en todos los ámbitos ha favorecido los monopolios de poder y, con ello, la impunidad y la corrupción. Un partido obligado a gobernar en minoría tiene en cierto modo las manos atadas. Y eso, tratándose de políticos, nunca deja de ser positivo. Esperemos que los responsables de dirigir el país sepan también entenderlo así y actuar en consecuencia.