Éramos los jóvenes turcos apolíticos de los noventa
Hay quien piensa que somos un grupo de jóvenes que hemos dado una importancia exagerada al problema de unos cuantos árboles y hemos provocado un conflicto en todo el país. Nos acusan de politizar la cuestión. La cuestión era política desde el principio, y eso es lo mejor de todo.
Nosotros éramos los jóvenes apolíticos de los noventa. Nuestros padres formaban la generación política, la que había vivido el golpe de Estado en 1980. Nos criticaban por no leer los periódicos a diario y por no hablar de temas políticos. En nuestras conversaciones de raki masasi hablábamos de amor, no de los problemas de Turquía. El raki es la principal bebida alcohólica turca, que representa el honor para la mayoría de los hombres y, para las mujeres, resistencia. No es solo una bebida, sino una cultura. Una cultura gastronómica especial, que va acompañada de un tipo concreto de conversación. Dicen que es la única bebida que se toma, no para olvidar, sino para saber. Y en los últimos tiempos, nosotros, los que amamos esa cultura, nos estábamos viendo excluidos de la sociedad y calificados de "marginales" por el presidente Erdogan, que gusta de emplear un tono intimidatorio cuando se dirige a una multitud, en especial a los jóvenes, y que nos llama Kafasi Kiyak, una expresión sacada de la jerga callejera, asociada a las personas incapaces de pensar y actuar porque pasan la mayor parte del tiempo bajo los efectos de las drogas y el alcohol. Pero además éramos más que eso. Teníamos el atrevimiento de besarnos en las estaciones de metro, donde había anuncios que nos instaban a obedecer las normas morales.
Estábamos en mayo de 2013, no podíamos beber, no podíamos besar, no podíamos expresar nuestras ideas, no podíamos tuitear, no podíamos creer en lo que queríamos, no podíamos hacer el amor. Estábamos borrachos y estábamos enamorados y deberían habernos callado.
Occupy Gezi
La manifestación en el parque Gezi comenzó con un ingenuo intento de no dejar que el Gobierno destruyera los jardines para reconstruir el cuartel de Topcu que se alzaba antes allí. La gente se abrazó a los árboles para impedir que las grandes máquinas los talaran. Los dos primeros días, el 29 y el 30 de mayo, había tiendas llenas de jóvenes durmiendo. El 30 fue mi primer día y, nada más salir del metro, pensé en silencio: "Madrid". Era como aquellos hermosos primeros días en la Puerta del Sol. Nunca había pensado que pudiéramos hacer lo mismo en Turquía, pero aquel día, durante unas horas, creí que sí. Dejamos el parque a medianoche, sin saber que, cinco horas después, iban a destruir todo aquello y a expulsar a la gente por la fuerza. Atacaron a los jóvenes a las cinco de la mañana, mientras estaban durmiendo, con gas lacrimógeno y mangueras a presión, por desobedecer las órdenes del Gobierno.
El 31 de mayo fue la fecha decisiva. La policía estaba en todas partes: atacando a todo el mundo, destruyendo las calles, la plaza Taksim, Istiklal. La gente pedía ayuda para los heridos, pero los agentes no dejaban que las ambulancias llegaran hasta ellos. El ministro de Sanidad se mostró sorprendido: "Están en contra del Gobierno y aun así piden ambulancias". No había medios de comunicación, y las televisiones no contaban lo que estaba ocurriendo en Estambul. Las redes sociales eran los únicos instrumentos a disposición de los resistentes, que empezaron a pedir ayuda a través de Twitter. Los alumnos de la Facultad de Medicina acudieron desde la universidad para montar enfermerías y dispensarios alrededor de la plaza. Corrían de un lado a otro según las peticiones que recibían en Twitter. Las farmacias daban medicamentos sin cobrar y las oficinas que cerraron sus puertas a los manifestantes se convirtieron en objetos de protestas.
Aquel día, el tiempo no corrió. No recuerdo cómo salí de trabajar y me acerqué allí. Lo único que recuerdo es que tenía un papel con instrucciones para protegerme del gas lacrimógeno. Mis padres, en vez de pedirme que no fuera, me animaron y me apoyaron con su formación médica. Sé que siempre estaré orgullosa de ellos. Lo que vimos aquel primer día fue que era imposible llegar a Taksim. La policía cerró las calles y los callejones que llevaban a la plaza y nos arrojó tanto gas que no podíamos ni respirar. Hasta el 31 de mayo, el limón y el vinagre eran ingredientes utilizados en las ensaladas; ese día aprendimos que se pueden utilizar contra el gas lacrimógeno. Vimos las diferencias entre las máscaras antigás profesionales y las de tipo médico que se pueden comprar en cualquier farmacia. Mientras corría por las calles, me hacía preguntas. "¿Qué es lo que he hecho para que la policía me esté persiguiendo?" "¿Cuál es exactamente mi delito?" "¿Me he convertido en ilegal?" Después del primer día, de vuelta en casa, no había forma de dormir; a última hora de la madrugada lo único que nos sentíamos capaces de hacer era ver la única cadena de televisión que transmitía lo que estaba ocurriendo en las calles. Esa noche comprendí la presión tan poderosa que ejerce la conciencia de no estar haciendo nada. Había estado en la calle toda la noche y me sentía culpable por haber vuelto a casa mientras había gente que seguía luchando por el cambio. Pero también fue la primera vez que pensé: "Está sucediendo en Estambul, hemos podido".
Hubo luchas encarnizadas durante casi tres días. Desconectaron las cámaras de tráfico y los sistemas de seguridad de los comercios. Había inhibidores en todas partes para impedir que la gente tuviera acceso a internet y pudiera compartir las informaciones. Era casi imposible avisar a la gente de que las personas que iban con bastones eran policías vestidos de civiles. Unos policías que también destrozaron los cajeros automáticos. No éramos un partido político, no éramos una organización, sino que éramos ciudadanos, unos ciudadanos educados que no queríamos utilizar la fuerza física por mucho que nos provocaran. En tres días aprendí más que en cuatro años de estudios de Ciencias Políticas. Aquello era la realidad y yo estaba viviéndola.
Hace una semana de todo aquello. La policía se ha retirado de Taksim y eso es una victoria para nosotros. Ahora bien, el movimiento se ha extendido a otras ciudades turcas y hoy es todo un país el que está luchando. Los medios de comunicación se arrepienten de su actitud inicial, pero es demasiado tarde para que les perdonemos. Algunos miembros del Gobierno han pedido disculpas, pero con escasa sinceridad. La Bolsa se ha visto muy perjudicada y las principales empresas están perdiendo miles de millones de dólares.
Hay quien piensa que somos un grupo de jóvenes que hemos dado una importancia exagerada al problema de unos cuantos árboles y hemos provocado un conflicto en todo el país. Nos acusan de politizar la cuestión. La cuestión era política desde el principio, y eso es lo mejor de todo. La protesta comenzó a propósito de Gezi, pero no es solo sobre el parque. Luchamos contra la enorme represión de la libertad de expresión y de palabra en Turquía. Somos personas de distintas procedencias ideológicas que, por primera vez, nos hemos unido en una respuesta conjunta. Creemos en cosas distintas, amamos cosas distintas, tenemos ideas distintas; lo único que nos une es que tenemos una conciencia que nos obliga a reaccionar contra la violencia y el deseo de libertad para expresar nuestras diferentes ideas.
Damos las gracias a nuestro Gobierno por haber sido capaz de politizar a los jóvenes de la generación de los noventa de forma tan pacífica y por habernos permitido ver cuántos somos.
¡Hemos resistido y seguimos resistiendo!
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.