¿Populismos simplistas para sociedades complejas?
Despachar al populismo creciente con la muletilla de que "propone soluciones simples para problemas complejos" con las que engañan a la gente se ha convertido en un recurso recurrente en casi todo discurso, artículo o entrevista política que trate el tema. Se trata de un error garrafal, el enésimo con el que una élite dirigente excesivamente autocomplaciente y altiva, lejos de contribuir a la desactivación del fenómeno populista, más bien lo refuerza, ya que indirectamente presupone que sus seguidores no son capaces de comprender problemas complejos.
Sin embargo una mirada atenta a la sociología que aplaude al populismo desmiente fácilmente cualquier intento reduccionista del electorado populista que cada vez es más transversal.
¿No será entonces que los problemas no se explican bien, o que en realidad no son tan complejos? ¿O será que la política "tradicional" ha perdido la capacidad de explicarlos de forma comprensible? O por el contrario, ¿no será que tiende excesivamente a encerrase en politiqueos estériles y luchas de poder de todo tipo olvidando dar respuesta a los problemas, efectivamente complejos, que enfrenta la ciudadanía todos los días?
Por mucho que los medios de información se empeñen en retransmitirnos la pugna política como si de fútbol se tratara, en realidad, la política debe contribuir a resolver los problemas cotidianos de la gente, de lo contrario sencillamente pierde su razón de ser y todo sentido e interés. Por lo que, incluso suponiendo que los partidos o corrientes políticas susciten adhesiones emocionales incondicionales como las del fútbol (algo que por otro lado acontece cada vez en menor medida), la política conlleva una obligación de utilidad práctica concreta y cotidiana y que la ciudadanía debe poder constatar, algo que demasiadas veces se olvida.
Ya lo dijo Tony Judt: "Algo va mal". Y despotricar contra el populismo no es sino matar al mensajero de ese mal. Por supuesto que Trump, el Brexit, el clan Le Pen, Orban, Salvini, la AfD alemana o los Demócratas Suecos (¡Sí, en la mismísima Suecia!) o tambien Bolsonaro, Erdogan y Putin son fenómenos preocupantes por populistas y hasta antidemócratas, cuando no directamente xenófobos y neofascistas, pero no por ello dejan de ser meros síntomas. Síntomas del auge de un cansancio de fondo, de un hartazgo telúrico y de un cierto agotamiento del sistema democrático que no ofrece respuestas tangibles y, sobre todo, horizontes de futuro a una parte de la ciudadanía que se siente desprotegida y desvalida frente al huracán de la globalización.
Los dirigentes democráticos, tanto a izquierda como a derecha y también al centro, harían bien no refugiándose en la complejidad de los problemas que gestionan. Es cierto que a menudo esa complejidad proviene de la necesaria sutilidad impuesta por los inherentes equilibrios garantistas de la democracia, necesarios para atender a legítimos intereses ciudadanos de distinto signo, incluso muchas veces contrapuestos, que se dan en nuestras sociedades. Pero no es menos cierto que otras tantas veces la complejidad no estriba tanto en la solución en sí misma sino en la inoperante, innecesaria y alambicada complicación (que no complejidad) de los procedimientos públicos para aplicar soluciones que en el fondo tampoco son tan complejas. Así, en más de una ocasión la complejidad deriva en parálisis, como muestran por ejemplo los tortuosos procesos para la toma decisiones en la UE, que no es el único caso, aunque sí el más claro.
La complejidad es el trabajo de la política, y por tanto no vale como excusa. Se presupone. Explicar esa complejidad, "hacer pedagogía" como se decía antes, a gente por otro lado perfectamente capaz de entenderla si se le explica bien y, sobre todo, si se le dedica el tiempo suficiente, es quizás lo que ha olvidado la política. Ese olvido contribuye a la desafección propiciada en primer lugar por la corrupción, por supuesto, y por la excesiva judicialización de la crónica política, así como por la propia espectacularizacion y banalización mediática que ha padecido recientemente el debate político. No hace tanto tiempo que cierta clase política se congratulaba afanosamente del interés que suscitaba la política en programas televisivos de máxima audiencia sabatina capaces de rivalizar con los programas del corazón o los reality shows, sin advertir la trampa que ello encerraba.
El debate político que explica los desafíos a los que nos enfrentamos como sociedad y los distintos enfoques para intentar solucionarlos y, sobre todo, que pone las posibles soluciones concretas encima de la mesa para su discusión pública, necesita sin duda canales de comunicación atractivos. Pero necesita sus propios canales de comunicación atractivos y, a poder ser, que no tomen a la opinión publica por idiota.
Quiero creer, aunque quizás sea en exceso voluntarista por mi parte, que habrá una reacción en defensa de la salud del sistema democrático antes de que todos esos fenómenos que he enunciado más arriba se organicen entre ellos y sean aún mucho más fuertes de lo que ya son. De lo contrario asistiremos a la voladura lenta pero controlada de la democracia tal y como la conocemos hasta la fecha.
Vivimos en sociedades complejas que exigen soluciones eficaces y eficientes, y las exigen ya. Es imperante e imperioso que las democracias europeas con la UE al frente abandonen las disertaciones sobre la complejidad macro y aporten soluciones concretas y palpables a los problemas cotidianos y lo hagan sin eternizarse, de forma visible y palpable para la ciudadanía media en su vida cotidiana. Es la mejor, sino la única, forma de relegitimarse democráticamente frente a una opinión pública cada vez más cansada y escéptica.
De lo contrario, estaremos avocados a tener que elegir entre la parálisis y el populismo, lo cual resultaría letal. En resumen, o reaccionamos y rápido, o lo que nos espera va a ser efectivamente bastante simple y hasta simplista. Aterradoramente simplista.