La paternidad imperfecta de un sujeto vulnerable
Nunca imaginé que ser padre sería tan complicado. Una evidencia que, ahora que tengo un hijo adolescente, me hace incluso levantarme algún día con el deseo de que todo hubiera sido un sueño y de que me hallo justo en el momento en el que la aventura estuviera por empezar. No seré yo quien no reconozca todas las emociones y los sentimientos que ha generado en mí la paternidad, como tampoco negaré nunca esa especie de amor tan incondicional (y por tanto tan abrasivo a veces) que me provoca mi hijo, pero sí que me niego a convertir este proyecto en el eje sustancial de mi felicidad ni en la experiencia que ha dado sentido a mi existencia. Soy un ser tan complejo, y por tanto tan imperfecto, que necesito cada día proyectarme en mil amores, en diversas prácticas, en móviles horizontes. Y todo ello suma, y a veces multiplica, y en esas operaciones que nunca son matemáticas mi hijo es una pieza más. Tampoco tengo claro que ser padre me haya hecho mejor persona. Supongo que sí me ha obligado y me obliga a activar capacidades y habilidades que yo me mismo me negué, o ir aprendiendo esa compleja ética del cuidado que como hombre siempre pensé que no tenía que ver conmigo. Acostumbrado como estuve a tener siempre mujeres que cuidaran de mí. Pero finalmente sigo siendo, me imagino, como todos: mitad ángel, mitad demonio.
El efecto más positivo que tiene en mí la paternidad, y mucho más en estos años en los que tengo que relacionarme con un ser que no ha dejado de ser niño pero que ya se cree un adulto, es el reconocimiento de mi vulnerabilidad. Es decir, ser padre ha sido y es el mejor espejo para demostrarme que no soy omnipotente, que no tengo todas las respuestas, que estoy lleno de dudas y de que no quiero tener siempre la última palabra. La paternidad sí que está siendo pues una llave para revisar ese ideal que desde pequeño me insistía en convertirme en un super héroe, en un individuo con respuesta para todo, en una especie de máquina productiva a la que nunca podían fallarle las estrategias. Acompañar a mi hijo en la complicada tarea de buscarse, sin resultar un plasta pero al mismo tiempo sin eludir responsabilidades, me enseña cada día que vivo en la más absoluta de las precariedades y que, por tanto, necesito reconciliarme con la fragilidad que es la característica que más me asemeja al resto de la humanidad.
Como hombre comprometido radicalmente con la igualdad, es decir, con la transformación política de una sociedad en la que mujeres y hombres todavía no somos equivalentes, empiezo a estar convencido de que la verdadera revolución pasa porque justamente reconozcamos que lo que da sentido a nuestra subjetividad es la imperfección y la vulnerabilidad. Y que, en consecuencia, necesitamos permanentemente ser cuidados y cuidar: ahí radica el pacto posible sin el que nuestro mundo está condenado a la barbarie. Ello implica, entre otras cosas, transformar nuestra concepción de los derechos humanos, de la justicia social, de la democracia y, por supuesto, del poder. Porque asumir nuestra fragilidad compartida implica poner en el centro la vida y dejar en las afueras los accesorios. El único camino, me temo, para poner fin a un sistema sexo/género que ahora afila sus uñas gracias a la complicidad del neoliberalismo. Una alianza que, como buen padre que intento ser, no me gustaría que fuera el escenario en el que mi hijo viva la vida buena que espero para él.
Una primera versión de este texto se publicó en la comunidad de Papás Blogueros.