La Manada en Gilead
Sintomático comparar esta fotografía de Offred –increíblemente interpretada por Elisabeth Moss– con las siguientes palabras: «En ninguna de las imágenes percibo en su expresión, ni en sus movimientos, atisbo alguno de oposición, rechazo, disgusto, asco, repugnancia, negativa, incomodidad, sufrimiento, dolor, miedo, descontento, desconcierto o cualquier otro sentimiento similar. La expresión de su rostro es en todo momento relajada y distendida y, precisamente por eso, incompatible a mi juicio con cualquier sentimiento de miedo, temor, rechazo o negativa».
El 26 de abril de 2018 llegaron juntos el estreno en la plataforma de pago HBO de la segunda temporada de The Handmaid's Tale (creada por Bruce Miller en 2017 y traducida como El cuento de la criada) y la sentencia sobre el caso de la Manada, de la cual extraigo tan vergonzante cita. A partir de la novela homónima de Margaret Atwood (publicada en 1985), en la serie se narra en clave de distopía lo que sucede en unos Estados Unidos en los que un grupo de fanáticos religiosos se hacen con el poder y abolen todos los derechos de las mujeres para someter sus cuerpos al estricto control de una sociedad patriarcal, machista y heterocentrista. Pocas veces el estreno de una serie pone tan de manifiesto la urgencia con que la ciencia ficción nos invita a pensar y evitar monstruosidades no sólo posibles, sino, en algunos casos, ya presentes.
Es sintomático ver lo terriblemente que casan el rostro necesariamente impertérrito de Offred mientras es inseminada contra una voluntad, la suya, que resulta irrelevante en el orden dictatorial de Gilead –el nuevo nombre con connotaciones bíblicas de los Estados Unidos–. Ella es de las pocas mujeres fértiles que quedan, y el sistema ha decidido cómo utilizar su cuerpo. Su «no» no es nada, y lo que padece no es violación. De hecho, no acontece en un callejón oscuro o en un descampado solitario, sino en el seno del respetable hogar de Fred y Serena Waterford (Joseph Fiennes y Yvonne Strahovski), el hombre dominante de negro y la esposa yerma de azul que en su fértil criada de rojo sólo ven un objeto –de ahí su nombre, "Of-Fred" en inglés, "De-Fred" en castellano–. Ahí está el horror, en que la sociedad biempensante ha interiorizado hasta tal punto la violencia contra la mujer que la ley y el estado la acaban amparando.
Por supuesto, nos referimos a la ley y al estado de Gilead, un terror lejano debido a la imaginación de la escritora canadiense Margaret Atwood. O no tan lejano, porque si los teócratas autoritarios que describe, en vez de atacar el Capitolio en Washington, asaltaran el Palacio de las Cortes en Madrid, ¿qué ocurriría? Probablemente, nada tan distinto de lo que hemos visto en la pantalla o hemos leído.
Salta a la vista después de que estos días tres jueces hayan considerado que fue abuso y no violación lo que sucedió el 7 de julio de 2016 en los Sanfermines entre una joven y los cinco hombres –la Manada, nombre escogido por ellos mismos en un alarde de rancia prepotencia– que la retuvieron en un portal para mantener relaciones sexuales con ella; y no porque esa sentencia recoja, por supuesto, todas las atrocidades que vemos en The Handmaid's Tale, sino porque es un síntoma indiscutiblemente claro de lo enfermo de machismo antediluviano, hipocresía bienintencionada y complicidad silenciosa que está nuestro sistema, no ese Gilead tan reconfortantemente ficticio. «Esta puede ser la última vez que me toque esperar, pero no sé a qué estoy esperando. [...] Y parece que hay cierta esperanza hasta en la futilidad», escuchamos en uno de los últimos monólogos del sobrecogedor capítulo final de la primera temporada. Ahora toca la segunda. Toca dentro y fuera de la pantalla. Toca urgentemente. Toca porque ante el síntoma hay que actuar.