El fondo es "fondamental"
Con tan rotunda frase, desdichadamente arrinconada durante los años de la atroz sifonería andante (cuando buena parte de la crítica indocumentada y las guías confundidas comulgaban con hostias esferificadas), reclamaba Ugo Tognazzi la presencia de un buen fondo en la cocina en que se cebaba La Gran Comilona, aquella película prodigiosa que equiparó sexo, comida y lucidez como armas de legítima defensa.
Si Rafael Azcona, con quien tantas sobremesas alargué más allá de cualquier prudencia, hubiera escrito sus guiones en Hollywood, se habría colgado, sin duda, una ristra de Oscar.
Aún me enamoro cada vez que contemplo a la profesora tetona que quizás bajara la nota en filosofía, pero que, vista su manera de entregarse a las bajas pasiones (que son las más altas), aseguraba matrícula de honor en lengua.
Y aún me río cuando la maestra arriba al caserón en que los cuatro suicidas se han vestido con chilabas por razones de comodidad y, a modo de saludo, le espetan: "No se asuste, no somos árabes". Frase que, tristemente, el tiempo ha convertido en premonitoria
Entiendo muy bien esa búsqueda de comodidad, y envidio a los escoceses que, ayunos de gayumbos, se enrollan el kilt de la familia y dejan el badajo repicando con total alegría.
Cuando yo me visto con bombachos no es por emular a los gauchos (que son, según Borges, un entretenimiento para los caballos), sino para que mis muchachos puedan corretear y saludarse.
Por cierto, en una de las últimas entrevistas que concedió Azcona, cuando ya la boca le sabía a tierra, le preguntaron si veía la televisión. "Por supuesto", respondió. "¿Y cuáles son los programas con los que más disfruta?". "Con la muerte de los Papas", disparó a bocajarro
Quien pretenda cocinar sin empezar por un fondo notable o un sofrito lento, colorista y condimentado, no sólo está perdiendo el tiempo; está insultando a la memoria de la especie: el primer hombre no fue el que arrojó al fuego una tajada de carne, sino el que buscó raíces, tallos y frutos con que arroparla.
Me parezco al añorado Cousteau en que ambos ansiamos tocar fondo, más deseado cuanto más profundo.
Mi cocina se despierta de madrugada para que bostecen las ollas con su carga de huesos gelatinosos, mortificadas carnes y un arco iris de hortalizas, mientras en las sartenes se desperezan cebollas, pimientos y tomates en sazón, arropados por el fuego manso de Montiño, que, al contrario que el estridente móvil, despierta con caricias.
Desayunar en tal paisaje neblinoso y dejar que el aroma del té assam se pelee con el lascivo del chile chipotle o el familiar del tomate ensartado por mil agujas de romero, me reconcilia cada mañana con este oficio al que tanto quiero y debo (sobre todo, debo).
En cierta ocasión, tan lejana en el tiempo como infausta, asistí a un encuentro de cocineros celebrado en un restaurante de campanillas. Llegada la hora, y emulando a Silvia Pinal en Viridiana, quise preparar la comida para los explotados de cocina y sala. Al pedir a uno de mis colegas un poco de fondo para afrontar un asado, éste, un tanto avergonzado, confesó que lo habían desterrado de sus cámaras por no considerarlo necesario. Del susto se me cayó el delantal y se me enfriaron los huevos.
En venganza, les brindo ahora tres recetas a las que el fondo eleva a lo más alto.
La primera, que el tiempo aún no me ha permitido degustar in situ, en la pradera de Vitoria por San Prudencio, la extraigo de la tradición. Una genialidad ante la que me desmontero y, genuflexo, mojo pan.
Añada con avaricia, como si de coca se tratara, un puñadito de harina a los caracoles, y déjelos ayunar durante no menos de tres días. Cumplido ese Getsemaní, lávelos hasta la extremaunción (propia) antes de darles un leve y aséptico hervor para que, sacando sus cuernos, pierdan todo rastro de baba. Arroje esa agua espumosa.
Luego, como quien pone supositorios, introduzca un perretxico en cada caracol, esa minúscula y primaveral seta que idolatran en el norte, y cuya demanda es tal que para ese preciso día (el 28 de abril) es necesario importarlos de la patria de Canetti.
Acto seguido, cuézanse los cornúpetas durante media hora dentro del rojo festivo de una vizcaína, la campeona de las salsas vascas, en foto finish con la salsa verde.
El orondo Ange García, a quien hace algún tiempo que no veo (estará pintando, o follando, que rima) me hizo levitar, tiempo ha, en su Lúculo de la calle Génova (y mira que algunos de sus vecinos me provocan acidez. Soy más de mochuelo que de gaviota).
Tamaña joya se elaboraba haciendo un impecable, untuoso y bien espumado caldo con anguilas y las verduras al uso: ajo, cebolla, puerro, zanahoria y más perejil que el ofrecido a san Pancracio.
Sobre poco aceite y lingotes de ajo se rompían patatas, ojalá gallegas, y, tras remover tres salves y un padrenuestro, se añadía, obviamente colado, el suficiente fumet y se bajaba el fuego para que, amorosamente, las patatas alcanzaran la ternura que merecemos.
Así cocidas, se pasaban por un pasapuré que, aunque fuera por ubicación, giraba a la derecha. Comprobada la sazón, se disponía este puré -en el que tal vez no habría desentonado un saludo de unto- en el centro de los platos, formando un humeante Teide.
A punta de cuchara se abría un cráter en su cima, lo suficientemente grande para que cupieran en él cien gramos de angulas a la bilbaína.
¿Y las anguilas?, se preguntarán. Con ellas se sobornaba a los gatos. Ni estos se libraban del soborno en dicha calle.
Inquietantes me parecieron siempre las lampreas, hasta que metí la cuchara en un guiso a la bordelesa, cuyo aroma, trascendía las austeras paredes del restaurante, para expandirse por la muy noble villa de Tuy.
Nadando el tiempo, pergeñé la idea de un tamal, insinuada por el toque de chocolate que oscurecía el civet gallego (civet, sí; nombre gabacho que señala aquellas salsas que se ligan con la sangre de la vianda) con el que rememoré los moles poblanos.
Un tamal de harina de maíz, tan común (el grano, digo) en la patria de Rosalía, envuelto en hoja de plátano previamente tostada para acentuar su aroma, y que en la mesa acompañamos con el voluptuoso mole de su salsa y un tinto de uva loureiro refrescándonos el gaznate.
Y hay, no lo duden, un alarde de coherencia en esta comunión de ingredientes tan dispares que culmina en un prodigioso plato viajero: la lamprea, lo saben, inventó el autostop.