Cómo me convertí en "casi anoréxica"
El punto de partida fue un shock emocional: rompí con mi novio y en poco tiempo perdí 11 kilos. No es que antes estuviera gorda, usaba una talla 38 (62 kg, 1,71 metros), me veía bien y, aunque era más bien glotona, jugaba al tenis y la idea de ponerme a dieta no entraba en mis planes.
El punto de partida fue un shock emocional: rompí con mi exnovio y en poco tiempo perdí 11 kilos. No es que antes estuviera gorda, usaba una talla 38 (62 kg, 1,71 metros), me veía bien, estaba fibrosa, mi peso se mantenía estable y aunque era más bien glotona por naturaleza, jugaba al tenis de forma regular, así que la idea de ponerme a dieta no entraba en mis planes.
Durante mi depresión post-ruptura, varias personas de mi entorno se preocuparon por mi salud física y mental. Esperaban que no cayera en una depresión y que no pusiera en juego mi vida por un tipo que me había dejado de un modo cobarde.
Me mantuve en ese peso durante varios meses. Comía poco y tenía el estómago encogido porque estaba muy triste y tenía la cabeza ocupada dándole vueltas al porqué del cómo de mi ruptura en todos los sentidos. Hasta que decidí que era el momento de sacar la cabeza de debajo del agua. Me obligué a ver mundo, a divertirme, a conocer hombres, y durante ese período en el que sacaba mi moral de esos calcetines miserables, me di cuenta de que también evolucionaban los comentarios de mis amigos con respecto a mi peso. Pasaron de la inquietud ("¿Qué tal va?", "Espero que no le entre depresión") a los piropos ("Qué guapa estás, se te ha afinado la cara y te queda genial", "El vestidito te sienta de maravilla").
Después me eché novio, ya no tenía la impresión de estar triste, ya no me moría de aburrimiento, estaba contenta por retomar un ritmo de vida normal, sin rayadas ni brotes depresivos nocturnos, sin revisiones incesantes del perfil de Facebook de mi ex y sin acabarme los paquetes de cigarrillos en 12 horas.
Pero lo que no sabía es que retomar ese ritmo también quería decir recuperar los kilos perdidos durante mi pequeña depresión. Porque todo iba mejor en mi vida, había recuperado la sonrisa, la energía, la estabilidad y la esperanza. Ya no había nada que me quitara el hambre o que me preocupara hasta el punto de olvidar que me tocaba comer. Me había acostumbrado a esa morfología, me veía mejor con una 34/36 que con una 38, así que cuando cogí dos o tres kilos, me entró el pánico: "Que no, que no. Que voy a seguir delgada, éste es mi nuevo peso y no cambiará".
Todo iba a complicarse. En efecto, pasaba de una pérdida de peso natural debida a un shock emocional (por tanto, no deseada en un principio) a un deseo consciente, irreprimible y omnipresente de mantenerme muy delgada. Creo que ése fue el principio del giro hacia el universo de la casi anorexia y todo lo que conlleva... Es decir: privaciones (eliminé el azúcar y los glúcidos de mi alimentación), comidas de cabeza continuas sobre lo que ingería, cálculo de calorías (me sé mejor las calorías de cada alimento que las tablas de multiplicar), todos los regímenes posibles e imaginables (y más que dudosos), deporte para quemar calorías en vez de por placer y por la forma física, y un par de atracones por semana porque a veces una se harta de privarse y yo soy de buen comer, pero luego iban seguidos de un sentimiento profundo e insensato de culpabilidad, y de la idea de que no estaba lo suficientemente delgada.
Mi día a día era más o menos así: pasaba la mitad del tiempo pensando en mi peso, mi cuerpo, la alimentación, las comidas y el deporte. Se había convertido en una verdadera obsesión. Lo pongo en cursiva porque ahí todavía me costaba admitir que mi modo de vida giraba en torno a una obsesión, aunque me daba cuenta de que mi percepción sobre el peso y la comida ya no se parecía a la que tenía antes.
Digamos que había muchos factores que me instalaron en la negación: no estaba extremadamente delgada (mi IMC podría competir con el de Kate Moss), solía hablar de dietas con mis amigas y ellas también hacían de vez en cuando, leía revistas que daban muchos trucos para mantenerse delgada. Simplemente, tenía la impresión de ser una mujer moderna y sana que vive en un mundo en el que la delgadez tiene un lugar claro, que se cuida y que, como todas las mujeres, a menudo está insatisfecha con su apariencia física. En ningún momento tuve la sensación de ser un extraterrestre o de estar enferma.
Sin embargo, esa obsesión ya me acompaña desde hace más de dos años. La siento cada vez más opresiva, su duración me inquieta y, aunque me haya acostumbrado a pensar así, no creía que las cosas entraran en este ciclo sin fin.
Ahora puedo decir que se ha convertido en una obsesión (sí, una obsesión sin cursiva esta vez), de las de verdad, de las que nos reconcome hasta por la noche, que nos pudre la vida, nos entristece, nos hace sentir insatisfechos o culpables en cuanto tenemos un desliz.
Durante mucho tiempo tuve la sensación de ser guapa y fuerte, de que hacía lo que quería con mi cuerpo, de que controlaba todo. Los primeros efectos son de euforia, como una verdadera droga, y luego lo único que te atormenta es la dependencia a esta delgadez, o más bien a esta idea de delgadez.
Pero, más allá de todo esto, supe imponerme límites; no tiraba demasiado de la cuerda, mantenía un peso que seguía dentro de una cierta normalidad. Era consciente de lo que era la anorexia mental y me daba miedo. Controlaba bastante para no caer en ella y alertar a la gente de mi alrededor.
Hoy en día, el gran cambio es que, aunque quizás no estoy tan delgada como para dar miedo, sé que estoy mal (enferma), que doy vueltas en círculo, que el fantasma de la delgadez me persigue constantemente. Tengo la impresión de que no es tan grave en comparación con la anorexia y de que puedo salir sola, dado que controlo, pero cada vez estoy menos segura. Creo que muchas cosas me superan, se me escapan. Creo que lo que sufre mi cuerpo es la huella de mi malestar debido a un no sé qué que no consigo definir o comprender, porque en mi vida todo va más o menos bien.
Entretanto, sé que en mi entorno, mis amigos, mi familia y mi novio tienen la impresión de que me corto un poco, como cuando alguien hace dieta, o de que, simplemente, presto atención a lo que como. En realidad no se preocupan. Pero, creedme, no haces dietas de dos años cuando usas una 36, no piensas en tu peso sin descanso ni el miedo a engordar te acecha en plena noche como una crisis de ansiedad... a menos que haya algo más detrás. Sin duda, lo que llamamos la casi anorexia.
Este post fue publicado anteriormente en la edición francesa de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano.