Sean Penn y los periodistas 'de verdad'

Sean Penn y los periodistas 'de verdad'

Una tarjeta profesional no hace periodista a nadie y un diploma no es garantía de nada. En muchas casas de este país había máquina de escribir; pero sólo en una había un Gabriel García Márquez.

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El malogrado reportaje dedicado al 'Chapo' Guzmán en la revista Rolling Stone le dejó sin duda una lección muy valiosa al entrometido Sean Penn y un mal sabor a la diva Kate del Castillo; pero también ha servido para hacer interesantes reflexiones relacionadas con el periodismo y los medios y, por ahí derecho, con las nuevas posibilidades de comunicación que ofrecen las redes sociales.

Una de las más llamativas discusiones tiene que ver con la calidad y la preparación de los periodistas. En Colombia, tal y como nos lo recordaba en días pasados el columnista Jorge Eduardo Espinosa, gracias a una sentencia de la Corte Constitucional de 1998 -promovida y sustentada por el magistrado Carlos Gaviria Díaz-, el ejercicio del periodismo no requiere esa odiosa tarjeta profesional que hasta entonces se exigía. "Los privilegios y aun los deberes éticos y jurídicos que al periodista incumben, derivan del ejercicio de su actividad y no del hecho contingente de poseer o no una tarjeta expedida por una agencia oficial", decía Gaviria; argumento que comparto en su totalidad.

En su artículo en El Espectador, Espinosa también cuenta que la mencionada sentencia "declaró la inexequibilidad de la Ley 51 de 1975, que reglamentaba el ejercicio del periodismo creando la tarjeta profesional". Durante esos veintitantos años, según creo recordar, para obtener la consabida acreditación como profesional del periodismo se requería un cartón de alguna facultad de comunicación social o, en su defecto, presentar un examen o demostrar una experiencia determinada en algún periódico, emisora, revista o noticiero de televisión.

Por muchos años, en las salas de redacción se habló de dos clases de periodistas: los profesionales y los empíricos. Y en este punto es justo decir que muchos de los mejores periodistas que ha dado este país provienen de variadas profesiones y disciplinas diferentes del periodismo.

Por mencionar algunos casos, Enrique Santos Calderón, María Elvira Samper y Fidel Cano estudiaron filosofía; Antonio Caballero y María Jimena Duzán, ciencias políticas; Felipe López, Ricardo Ávila, Alejandro Santos, Mauricio Reina, Rodrigo Pardo y José Fernando López, economía; Daniel Samper Pizano, Felipe Zuleta, Juan Carlos Iragorri, Héctor Osuna y Roberto Pombo, derecho; Eduardo Arias, biología, y Hernán Peláez, química. Claro, hay otros colegas muy destacados que pasaron por facultades de comunicación, como Daniel Coronell, Darío Arizmendi, Cecilia Orozco o Gonzalo Guillén, por nombrar unos cuantos. Y hay otros más que no estudiaron en ninguna universidad, pese a lo cual han sido muy sobresalientes, como Yamid Amat, Julio Sánchez Cristo o Juan Gossaín.

Hago este incompleto y arbitrario inventario sólo para subrayar que una tarjeta profesional no hace periodista a nadie y que un cartón no es garantía de nada. En casi 30 años de trabajo en medios, por las redacciones he visto desfilar gente con muchos títulos que no sabe escribir ni un titular y gente 'salida de ninguna parte' que transpira periodismo, audacia e idoneidad por cada poro.

Por otra parte, el tema del acceso a las redes sociales merecería otra columna completa. Por ahora, nada más diré que se han sobrevalorado tanto su importancia como su impacto, pues es más lo que sobra que lo que sirve. Por ejemplo, Twitter puede ser una muy buena herramienta de difusión para periodistas, pero no todo el que tuitea se transforma automáticamente en reportero.

Con las redes sociales pasa igual que antes con las máquinas de escribir; no son sino un instrumento que por sí solo no sirve para nada. De hecho, en muchas casas había una Olivetti, una Smith Corona, una Underwood o una Continental; pero sólo en una había un Gabriel García Márquez.

El debate queda abierto.

Este artículo fue publicado originalmente en El Tiempo