¿Por qué puede morir la democracia?

¿Por qué puede morir la democracia?

"El intento democrático de incrementar la felicidad de la gente, uno de los designios más vigentes de a Constitución española de 1812, está fracasando"

Santiago AbascalEFE

El ascenso de la extrema derecha en las pasadas elecciones europeas no ha resultado tan contundente como nos temíamos, pero ha sido suficiente para reforzar la amenaza de un gran cambio indeseable auspiciado por los enemigos de las libertades civiles, por los vendedores de humo que tratan de embarcarnos en el populismo autoritario. Y empieza a cuajar la idea de que la democracia se agosta porque ha perdido la utilidad, porque ya no nos proporciona las dosis de felicidad que debería.

El utilitarismo, en términos de filosofía política, es una teoría moral que persigue maximizar el bienestar para el mayor número posible de personas. Como es evidente, esta definición influye grandemente en la gobernanza y en la formulación de políticas concretas, que acompañaron al entierro del Antiguo Régimen durante el siglo XIX. El primer filósofo que ahondó en esta dirección fue Jeremy Bentham (1748-1832), seguido por Leon Walras (1834-1910) quien dejó atrás el individualismo de Bentham al afirmar que la sociedad no existe sin los seres humanos y viceversa. Pero fue John Stuart Mill (1806-1973), representante de la escuela económica clásica, quien adoptó los fundamentos de la doctrina utilitarista introduciendo medidas concretas y subrayando la importancia de los derechos y libertades individuales en el marco del utilitarismo. Mill creía que no todos los placeres eran iguales y que algunos eran de mayor calidad que otros. También defendía que los derechos y libertades individuales debían protegerse, ya que contribuyen a la felicidad y el bienestar generales.

El utilitarismo, como el propio liberalismo, ha sido uno de los ingredientes invariables del progreso político, que lógicamente ha perseguido la felicidad de los pueblos, tanto por razones éticas cuanto por motivos políticos, ya que el escrutinio electoral retribuirá a los políticos que proporcionen a la gente mayores dosis de felicidad, es decir, más libertad dentro de un orden, mayores rentas, mayor seguridad, más y mejores prestaciones y servicios públicos.

Pues bien: desde este punto de vista, el intento democrático de incrementar la felicidad de la gente, uno de los designios más vigentes de a Constitución española de 1812, está fracasando. Ha dejado de ser útil. Y de ahí que las propuestas autoritarias estén ganando terreno en todo el mundo, mientras se produce el reflujo del demoliberalismo, del parlamentarismo liberal, del llamado consenso socialdemócrata que tras la Segunda Guerra Mundial permitió la reconstrucción de lo devastado, devolvió la prosperidad y la libertad a los pueblos, dio seguridad a la gente gracias a la protección prestada por los estados de bienestar, e impulsó un mercado modulado por los compromisos sociales.

Daron Acemoglou, profesor de Economía en el MIT, autor del bestseller “Por qué fracasan las democracias: el origen del poder, prosperidad y progreso” (2019) acaba de iluminarnos en un artículo: “La explicación simple de la crisis de la democracia en todo el mundo industrializado es que el desempeño del sistema no ha cumplido con lo prometido. En Estados Unidos, los ingresos reales (ajustados a la inflación) en la parte inferior y media de la distribución apenas han aumentado desde 1980, y los políticos electos han hecho poco al respecto. De manera similar, en gran parte de Europa, el crecimiento económico ha sido mediocre , especialmente desde 2008. Incluso si el desempleo juvenil ha disminuido recientemente, durante mucho tiempo ha sido un problema económico importante en Francia y varios otros países europeos”. Y añade: “Se suponía que el modelo occidental de democracia liberal generaría empleos, estabilidad y bienes públicos de alta calidad. Si bien tuvo éxito en gran medida después de la Segunda Guerra Mundial, se ha quedado corto en casi todos los aspectos desde alrededor de 1980. Los formuladores de políticas tanto de izquierda como de derecha continuaron promocionando políticas diseñadas por expertos y administradas por tecnócratas altamente calificados. Pero estos no solo no lograron generar prosperidad compartida; también crearon las condiciones para la crisis financiera de 2008, que acabó con cualquier barniz de éxito restante. La mayoría de los votantes concluyeron que a los políticos les importaban más los banqueros que los trabajadores”.

El sistema establecido, el establishment occidental, que había formado el gran paradigma occidental de desarrollo, el que venció en la guerra fría, nos provocó en un cierto momento, allá por el cambio de milenio, la sensación de que habíamos llegado a la cumbre de la riqueza y del bienestar, por lo que podíamos despreocuparnos. Fukuyama llegó a dictaminar su pretencioso “fin de la historia”, dando por supuesto que todo estaba hecho, que los grandes principios y valores se impondrían por su propio peso. Pero no fue así, ni mucho menos. Y hoy la extrema derecha, que asoma la cabeza, pugnaz, en todas partes, nos recuerda que, si no rectificamos pronto, los idealistas de antaño seremos las grandes víctimas de nuestro propio fracaso.