Desafíos antitrumpistas ante el enigma Trump
Son cada vez más clamorosas, graves y preocupantes las experiencias que muestran que frente a cada vez más relatos, y cada vez más acríticamente asumidos, no hay "dato" ni evidencia empírica que pueda mover un solo voto.
Con el transcurso del tiempo, incluso las efemérides más resonantes van diluyendo su eficacia evocadora —y disuasoria, cuando sea el caso— en la memoria colectiva. 9 de noviembre (por 1938), aniversario de la "Noche de los Cristales Rotos" (KristallNacht), sanguinario progromo contra las comunidades y establecimientos judíos en la Alemania nazi, apogeo de la locura colectiva con la que Hitler condujo a la mayor mortandad causada por una guerra en la historia de la Humanidad (II Guerra Mundial, con un escalofriante saldo de 60 millones de muertos). 11 de noviembre (por 1914), aniversario del fin de la I Guerra Mundial (con más de 15 millones de muertos en los campos de batalla), preludio (determinante) de la II Guerra, concluida oficialmente con el armisticio subsiguiente a la capitulación de Alemania en aquella fecha histórica.
La pérdida de memoria de los episodios más luctuosos de nuestra historia compartida es parte, sin asomo de duda, de la disolución de las barreras que previenen su repetición. La memoria colectiva activa nuestras defensas contra la reiteración de nuestros errores más graves, contra la maldición de equiparar la experiencia con el reconocimiento de una equivocación —por trágica que resulte— cuando estamos a punto de volver a cometerla.
Esta consideración forma parte, con frecuencia, de las explicaciones —multicausales— del auge de la ultraderecha y populismos reaccionarios, no solo a lo ancho de la UE sino a escala global.
El ascenso del instantaneísmo y de la inmediatez, la pérdida de calado y fondo en la reflexión política, así como el deterioro y el empobrecimiento del lenguaje con que esta se expresa (el imperio de las redes sociales, regidas por magnates de extrema derecha que imponen a sus mensajerías algoritmos adictivos que capturan sin billete de vuelta a las generaciones más jóvenes), son sin duda concausas de la polarización y de la radicalización de las sociedades abiertas.
Pero, junto a estos factores, el impactante comeback de Donald J. Trump a la Presidencia de EEUU, 5 de noviembre de 2024, con todo lo que ello comporta, ha desatado también una ola de interpretaciones —a ratos competitivas entre sí, a ratos sumatorias y acumulativas— acerca de las "causas profundas" de la victoria de sus postulados y de su personaje, multidelincuente convicto y mentiroso compulsivo como pueda parecernos a muchos de sus oponentes (entre quienes nos contamos los progresistas del globo, encartados en ese globalismo que el trumpismo desprecia).
Sí, para el progresismo, el éxito de Trump plantea, guste o no, enigmas tan ingratos e incómodos como expuestos a controversia, no menos acuciantes resultan para la socialdemocracia y el progresismo mundial los desafíos antitrumpistas acerca de cómo atajar su deriva y mar de fondo, cómo revertir la tendencia, y cómo explicar seriamente sus “causas profundas” y últimas.
Entre esas "causas profundas" las hay que inciden en factores históricos y sociales nítidamente objetivos: basta fijar la vista en la influencia de las redes y la desinformación o en el hondo malestar contra la globalización y sus efectos más dolientes o de difícil digestión para quienes se sienten perjudicados por ella en sociedades tronchadas por las desigualdades.
Pero las hay también de dimensión más subjetiva, gravitando en el éter de las percepciones carentes de contraste con los datos o en las argumentaciones polémicas que admiten refutación (o discusión, como mínimo).
Cunde, ante la extensión —que muchos reputamos tóxica— de un trumpismo divisivo, la sensación de asistir al fin del supuesto "bien pensante" de que "dato mata relato": son cada vez más clamorosas, graves y preocupantes las experiencias que muestran que frente a cada vez más relatos, y cada vez más acríticamente asumidos, no hay "dato" ni evidencia empírica que pueda mover un solo voto que haya apostado a consciencia por creer a pies juntillas las mentiras elegidas, en un mercado inabarcable de mentiras competitivas entre sí.
Pero, además de esto, otra dimensión subjetiva (discutible, por lo tanto, en su consistencia y alcance) de interpretación del trumpismo ha corrido como pólvora tras la contundencia de un triunfo en las elecciones presidenciales de EEUU.
Un triunfo, por cierto, que, descontados todos sus sesgos plutocráticos (la estratosférica fortuna que es preciso acumular, o en su caso recaudar, para entrar en la carrera) y oligárquicos (los caracteres más obsoletos e incluso atávicos de las heterogéneas normativas electorales vigentes en los 50 Estados, en que el total de "electores" de cada uno de ellos depende de un cómputo sujeto a garantías muy desiguales), daban por inevitable (y, por lo tanto, seguro) los mercados financieros (lo que llamamos "Wall Street", sus megaentidades de crédito y su prensa sindicada).
Ese segundo factor —también discutible, como insisto— es el que apunta a la autocrítica que se espera de la alternativa a Trump: Kamala Harris y el conjunto de la plataforma demócrata en EEUU; la socialdemocracia y el pensamiento progresista en el conjunto de la UE.
Buena parte de las críticas encajadas por la campaña demócrata (tardíamente reflotada por Kamala Harris tras el desfallecimiento de Biden en su primer debate televisado contra Trump) y, por extensión, por el conjunto de la socialdemocracia, exigen una revisión de su deriva woke.
Aluden con ello a una supuesta renuncia socialdemócrata al interés general y a la articulación de un discurso para las mayorías, habiendo asumido una suma de identidades segmentarias que habría dejado en la cuneta a círculos cada vez más amplios de sus antiguos votantes.
La tesis de esta impugnación del declive de la izquierda (y el auge de la extrema derecha) alega que el progresismo —con su cosmopolitismo supuestamente desentendido del daño que la globalización causa al empobrecimiento de los trabajadores— habría descuidado su vínculo (y su razón de ser) con las clases populares y trabajadoras con dificultades para llegar a fin de mes, preponderando mensajes diseñados y dirigidos a grupos de población (lingüísticos, étnicos, género, minorías soberanistas...) con los que una mayoría social no llega a identificarse.
¡Cuidado, mucha atención! Porque, refutable o no, esta crítica aquí descrita ha trascendido hace tiempo los confines de la narrativa adversaria para permear buena parte de la narrativa afín. De modo que ese "fuego amigo" no puede ser desoído indefinidamente, a riesgo de profundizar de otro modo una deriva de la que pende no sólo el futuro de las formaciones socialdemócratas, progresistas y de izquierda en la globalización que no tiene marcha atrás, sino el de la propia UE, a la luz del inminente desafío impuesto por el regreso de Trump a la Casa Blanca. ¡Y de los seísmos anejos (Oriente Medio, Irán, Taiwán, Rusia, el este de Europa) que es, ya, obligado prevenir, y no sólo presentir!