Sobre 'Una mujer fantástica': sin identidad no es posible la dignidad
La película chilena, que puede optar al Oscar, es tan hermosa gracias a la entrega de su protagonista, la actriz transgénero Daniela Vega.
Cuando hablamos de derechos humanos finalmente lo estamos haciendo de emociones, de piel, de pasiones y de miserias. Es decir, los derechos humanos nos remiten a todo lo que implica sentir de manera autónoma, establecer vínculos con las otras y con los otros, enredarnos desde nuestra libertad en los complejos mundos que nos convierten en seres sociales. Tal vez nos resultaría más fácil definirlos si partiéramos de la evidencia de que no solo somos seres racionales sino que también nos mueven y nos definen las emociones, y que es justamente gracias a ellas que podemos armar un espacio cálido en el que vivir (y, a veces, sobrevivir). De ahí que, en consecuencia, cuando hablamos de discriminaciones, de negaciones de derechos, no estamos sino haciéndolo de humillación. De todo aquello que nos degrada en cuanto que nos niega como humanos, en cuanto que nos impide sentir al máximo, en cuanto que nos limita las posibilidades de ser y estar con las y los demás. De todo aquello que nos instrumentaliza y que nos niega la posibilidad de ser un equivalente al que tenemos en frente. Por lo tanto, cuando hablamos de derechos lo hacemos no tanto de una cuestión de heroísmo sino simplemente de justicia y dignidad.
De toda esa compleja de red de derechos, pero también de afectos, emociones y hasta identidades, es de lo que nos habla la maravillosa película chilena Una mujer fantástica. En ella, asistimos al drama de una mujer transexual que, tras la muerte del hombre con el que mantiene una relación, se ve privada de cualquier derecho, empezando por el más inmediato y urgente: el derecho al duelo. En esta encrucijada, Marina, que todavía no ha conseguido cambiar su nombre de hombre en el carnet de identidad, se sentirá obligada a demostrar a los demás, pero también a sí misma, que es una mujer cabal, honesta, trabajadora y luchadora. Y que era y es una mujer enamorada. A wonder woman.
Sebastián Lelio ha construido un melodrama que es fiel a la máxima extensión del término, que en algún momento fugaz puede recordar al mejor y tan lejano ya Almodóvar, y que consigue el efecto esencial en una cinta de estas características: hacer que la espectadora y el espectador se sientan interpelados por la historia de una mujer a la que se le niegan derechos por el hecho de que su sexo sentido no se corresponda con el puramente biológico. Marina no solo es discriminada por un sistema legal que continúa marcado por el determinismo biológico y por el binomio que nos encasilla en función de los genitales, y que no olvidemos que es uno de los grandes pilares del orden patriarcal, sino también por una sociedad en la que ella sigue estando en la categoría de lo monstruoso. Y por lo tanto en el extremo perverso que la sitúa del lado de la delincuencia, de la peligrosidad social o, en el mejor de los casos, de la rareza que debe ser tolerada pero no reconocida.
Una mujer fantástica, que estará en la competición final del Oscar a la mejor película extranjera, es una hermosa y contundente película gracias a la entrega absoluta de su protagonista. Daniela Vega es una actriz transgénero que ocupa la pantalla prácticamente durante todo el metraje y que nos seduce con todo el dolor, y con toda la rebeldía, que transmiten sus ojos, su cuerpo y hasta sus silencios. Daniela podría ser la primera actriz transgénero en ser nominada a los Oscar en la categoría de mejor interpretación femenina, lo cual supondría una auténtica revolución en los esquemas que durante siglos han servido para construir simbólicamente quién es hombre y quién es mujer. E insisto: quién es hombre y quién es mujer, no qué entendemos por ser hombre o por ser mujer. Lo segundo nos llevaría a un debate largo y profundo sobre lo que debería ser el horizonte final: la destrucción total de los parámetros sociales y culturales que determinan lo que significa ser mujer y ser hombre. Pero pienso que estamos en otro momento de la lucha, tal vez de transición, en el que lo importante y urgente es que la sociedad, y con ella la ley, reconozca como equivalentes en derechos a quienes, como le pasa a Marina, se miran en el espejo y no ven lo que dice sus genitales sino el rostro de su identidad.
Una mujer fantástica —que tiene, como buen melodrama que es, una mezcla de aria y de bolero— es, además de una bellísima historia de amor, una llamada de atención sobre lo mucho que nos queda por madurar en materia de igualdad. Ese principio que, deberíamos recordar, si sirve para algo es para proteger nuestro derecho a ser diferentes. Y también, por tanto, nuestro derecho a contradecir la naturaleza y a buscar desde la autonomía el camino que nos puede conducir a la felicidad. Aunque eso implique, como le pasa a Marina, caminar contra un viento que en ocasiones parece a punto de partirla en dos.