Querido Trump, nuestros abuelos eran refugiados y esta es su historia

Querido Trump, nuestros abuelos eran refugiados y esta es su historia

Donald Trump ha firmado una orden para limitar la entrada de refugiados el mismo día que se celebraba el Día en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Esta es la historia de nuestros abuelos, también refugiados, apátridas, inmigrantes ilegales.

SEGALL FAMILY

El pasado viernes, Donald Trump firmó una orden para limitar la entrada de inmigrantes en Estados Unidos y así evitar que los refugiados de Siria viajen allí. Lo firmó el Día en Memoria del Holocausto, cuando se homenajea a las víctimas (muchas de ellas fueron refugiados que intentaron huir a Estados Unidos, pero les rechazaron).

Nuestros abuelos eran refugiados.

Max Horst Segall y Frieda Lopatka nacieron en Alemania en 1916. Crecieron en la misma calle del barrio Prenzlauer Berg de Berlín.

Se enamoraron cuando eran adolescentes.

Max y Frieda eran judíos, aunque la madre de Frieda era católica: eso significa que no era judía según la ley judía. Pero en 1936 Frieda decidió convertirse al judaísmo para poder casarse con Max. Además, adoptó un nombre hebreo, Esther. Escogió este nombre por la inteligente heroína judía que salvó a su gente de la exterminación mientras vivían en tierras extranjeras.

A finales de los años treinta, el Gobierno alemán estaba obsesionado con proteger a sus ciudadanos de los judíos, a los que se les calificaba de "amenaza interna". La ciudadanía alemana se obtenía según el lugar de nacimiento del padre. Como el padre biológico de Max nació en una zona disputada entre Polonia y Alemania, Max nunca pudo obtener la nacionalidad. Después de que su padre biológico muriera, su padre adoptivo, que luchó en el bando alemán en la Primera Guerra Mundial, le adoptó. Pero Max seguía sin poder obtener los documentos que demostraban que era alemán. Era un apátrida, un inmigrante ilegal.

Le arrestaron en el apartamento de sus padres de Berlín en mitad de la noche del 28 de octubre 1938. Le interrogaron, le pegaron y le deportaron (primero a un campo de concentración y luego al gueto de Varsovia).

En agosto de 1939, con la guerra a punto de empezar, Esther ya había conseguido dos visados: uno a Perú y otro a Chile. A esas alturas, mucha gente fuera de Alemania sabía que los judíos estaban sufriendo una persecución horrible por parte de los nazis. Pero muchos países (como fue el caso de Estados Unidos) nunca llegaron a abrir sus puertas. La lógica perversa del régimen nazi hacía que Esther, gracias a su madre católica, pudiera emigrar con sus visados. Pero nunca los utilizó, quería estar con Max y se quedó en Berlín.

Este es su pasaporte:

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El Gobierno empezó a tomar medidas contra los judíos cuya nacionalidad alemana era incuestionable. El 1 de noviembre de 1941, se llevaron a Esther a la estación de tren de Grunewald. La mayor parte de las personas que acababan en esa estación eran deportadas a campos de exterminio y, posteriormente, a cámaras de gas o a que les fusilaran y enterraran en una fosa común. Deportaron a Esther y a los padres de Max al gueto de Varsovia donde pudieron reunirse con Max.

En 1942, antes de que los nazis acabaran con el gueto de Varsovia, un sargento nazi anónimo ayudó a escapar a Max y a Esther, pero les descubrieron y volvieron al gueto. El mismo soldado nazi les ayudó a escapar otra vez y se escondieron en el campo. Max se unió a la resistencia polaca y luchó en sus filas desde 1942 a 1944.

El Domingo de Resurrección de 1944, nuestros abuelos se atrevieron a volver a Berlín en tren con papeles falsos. Max pensó que el Gobierno no les buscaría en Berlín, la ciudad que los nazis habían declarado libre de judíos en mayo de 1943. Se escondieron en un ático que registraron varias veces, pero jamás les encontraron.

Se acabó la guerra y Max y Esther se reunieron con sus familiares supervivientes. Aunque se casaron mientras estaban escondidos, se volvieron a casar por lo civil el 4 de junio de 1945, pocas semanas después del fin de la guerra. Querían emigrar a Estados Unidos, no a Israel. "Ya hemos tenido suficientes emociones fuertes", explicaron después.

Incluso después de los horrores del Holocausto, Estados Unidos seguía negándose a abrir sus puertas a los refugiados judíos. Así que Max y Esther hicieron lo que la mayoría de los refugiados hacen durante su vida: esperar.

Poco a poco, se fue abriendo la puerta. El presidente Harry Truman permitió la entrada de entre 35.000 y 40.000 desplazados (judíos en su mayoría) entre 1945 y 1948. En 1948, el Congreso estadounidense promulgó una ley con la que se permitía la entrada de más judíos. En 1949 llegaron nuestros abuelos. El año siguiente recibieron una carta de bienvenida del gobernador de Illinois, Adlai Stevenson:

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Hace unos años, Rachel obtuvo una beca y viajó a Alemania para saber más de nuestros abuelos. Buscó en varios archivos y encontró un testimonio de nuestro abuelo sobre la guerra y la dirección del lugar donde se escondieron a las afueras de Berlín. Rachel fue a aquella casa y llamó a la puerta. No estaban las personas que habían vivido allí en 1940, pero los inquilinos actuales tenían información de los anteriores propietarios, la familia B------.

Dos hermanos, que ahora tenían 70 años, habían vivido en esa casa durante la guerra. Rachel se puso en contacto con ellos. El hermano mayor sólo recordaba que tenían prohibido ir a ciertas partes de la casa cuando eran pequeños, pero el hermano pequeño dijo algo que nunca había compartido con su hermano: en uno de los últimos años de vida de su madre, ella le confesó que habían acogido a una pareja de jóvenes judíos durante la guerra.

En 1954, en el documento de solicitud para obtener la ciudadanía estadounidense, el Gobierno le preguntaba a Max si había sido arrestado, acusado de violar una ley u ordenanza, multado o encarcelado en Estados Unidos o en otro país. Marcó la casilla del "sí" y escribió lo siguiente:

Nuestros abuelos murieron cuando éramos pequeños. Les encantaba Estados Unidos. Estaban profundamente agradecidos a este país y al resto de naciones que lucharon y ganaron la guerra contra Hitler. Pero cuando revisamos sus pertenencias, encontramos muchos objetos de valor en sitios inesperados. Hablaban muy poco de su antigua vida (y normalmente sólo lo hacían con su yerno, no con su hija) y nunca llegaron a sentirse a salvo. Saben que un país puede cambiar rápidamente.

Les echamos de menos. Pensamos mucho en ellos estos días, en la gente que les prestó su ayuda y en la que no.

Prestad atención.

(Aquí está el testimonio, en alemán, de Max Horst Segall sobre lo que sufrió en el Holocausto):

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Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros.