En los últimos cinco años he tenido tres hijos preciosos. Y, cada vez que entraba al paritorio, estaba completamente segura de que sería la última vez. ¿Por qué? Supongo que algo me hará pasar de "esto es un infierno, no voy a volver a pasar por esto nunca más" a "¿no sería divertido tener otro más?".
Creía que el bebé número dos sería el bebé fácil, el dormilón. Pero me equivocaba. ¡Ya sé acunarlo!, pensé. ¡Conozco todas las técnicas! ¡Ya lo tenemos pillado!... ¡Ja! Lo único que pillamos fue un bebé de ocho meses que nunca duerme.
Cuando estaba embarazada, todo el mundo me avisaba de la que se me venía encima, desde el espantoso dolor del parto hasta en lo que se convertiría mi vida tras el nacimiento. En cambio, nadie me advirtió que la primera vez que viera su carita aprendería lo que es llorar de felicidad.
En mis primeros días como mamá, leí muchos manuales para padres, al doctor Google y a gente cualquiera que escribía en foros y que (quiero pensar) tenían algún problema con las mayúsculas de su teclado. Los consejos son buenos hasta cierto punto. Si no los filtras, te abruman.
Antes de quedarte embarazada, ¿creías que te convertirías en una silueta redondeada angelical con muchas ganas de estar en casa y un montón de magdalenas a medio hornear? Pues no, el milagro de crear vida conlleva algunos secretillos asquerosos y muy raros de los que nadie nos habla.
No te voy a juzgar. No te conozco. No conozco tu historia. Pero sé que no es necesario que supervises cada salto, brinco, giro, pirueta, mordisco, canción, baile, pestañeo o respiración para ser una buena madre. Hay muchas cosas que demandan nuestra atención en esta vida de padres...