Por qué acierta Rajoy al recibir a Rivera e Iglesias
Acierta Mariano Rajoy cuando decide abandonar el autismo político y reunirse con Albert Rivera y Pablo Iglesias tras hacerlo con Pedro Sánchez. Abrirles las puertas de Moncloa a menos de dos meses del 20-D supone investirles como interlocutores para solucionar el embrollo político-judicial en Cataluña. Ya sabemos a dónde nos ha conducido el inmovilismo del PP y no es razonable pensar que cambie ahora de rumbo, pero este destello de sensatez no puede empeorar las cosas.
Escuchaba hoy una interesante reflexión sobre el insólito pulso político que estamos viviendo en torno a Cataluña en palabras del constitucionalista Xavier Arbos: lamentaba que una parte de la clase política (catalana) desprecie las leyes hasta el punto de amenazar con incumplirlas, mientras otra parte (española) confíe ciegamente en ellas para solucionar los problemas. ¿Kafkiano? Sí, pero muy real. Porque el problema no es de legislación, sino político, y el embrollo jurídico en el que estamos inmersos es una consecuencia, y no la causa: sólo los malos médicos confunden los síntomas con la enfermedad.
No serán las leyes, ni el artículo 155 de la Constitución, ni el Tribunal Supremo, ni el reglamento del Parlament, ni los filibusteros de los plazos, las resoluciones y las enmiendas quienes darán respuesta a la división de la sociedad catalana y a la carrera enfebrecida que han acelerado los ganadores de las elecciones catalanas del 27-S.
Por eso acierta Mariano Rajoy cuando decide abandonar el autismo político y reunirse con Albert Rivera y Pablo Iglesias tras hacerlo con Pedro Sánchez (y después de que el líder del PSOE le invitara a hacerlo). En el entorno del PP hay quien se lleva las manos a la cabeza, porque abrirles las puertas de Moncloa a ambos, a menos de dos meses de las elecciones del 20-D, supone investirles como interlocutores cuando ni siquiera son aún diputados nacionales. En otras circunstancias, estos encuentros serían un suicidio político.
Pero aunque así fuera, acierta Rajoy al invitarles. Y acertará aún más si les escucha: Iglesias y Rivera capitanean dos fuerzas políticas que suman 36 escaños en el Parlament, y por tanto ya son interlocutores necesarios para tratar de encontrar salida al laberinto al que se ha lanzado la política en Cataluña. Ya sabemos a dónde nos ha conducido el inmovilismo del PP y no es razonable pensar que cambie ahora de rumbo, pero este destello de sensatez no puede empeorar las cosas.
En estos momentos, los negociadores de Junts pel Sí y la CUP se aproximan a un acuerdo de gobierno -si es que no lo han cerrado ya-; de otra manera, sería incomprensible la presentación de esa resolución que insta al gobierno catalán -no constituido aún- a comenzar la llamada 'desconexión' de España. Que ese acuerdo contemple la investidura como president de Artur Mas o de la vicepresidenta Neus Munté o de cualquier otra figura tiene gran relevancia, pero ya no es el meollo de la cuestión. La temeridad con la que está actuando Convergència empieza a provocar fisuras dentro de sus propias filas: ningún país serio podría reconocer nunca a un estado catalán nacido del desprecio a las más elementales reglas de la democracia.
No podemos engañarnos sobre el resultados de las elecciones catalanas: los independentistas han ganado, aunque no esté garantizado que puedan gobernar. Y han ganado al tiempo que perdían el plebiscito: casi un 48% de los votos no es mayoría, hagan las cuentas que hagan. En ese casi 52% de catalanes que no votaron por la independencia están los votantes de Catalunya sí que es pot -agrupada en torno a Podemos-, y por tanto hay que contar con su líder, Pablo Iglesias, para articular una respuesta al órdago de la 'desconexión'. Flaco favor hacen a la causa unionista quienes aconsejaban al presidente Rajoy orillarle y dejarle fuera de las conversaciones. Que Iglesias no descarte la posibilidad de un referéndum sobre la independencia en Cataluña -algo que ni siquiera se encuentra en sus prioridades-, no invalida su posición en este tablero. Que cinco de sus diputados hayan hecho posible la investidura de la presidenta del Parlament Carme Forcadell -la que gritó vivas a la república catalana- tampoco es motivo suficiente para excluirle.
Porque existen poderosas razones, mayores y mejores, para sumar en vez de restar. Si en el bloque independentista catalán así lo entendieron, y legítimamente han compuesto una alambicada coalición para perseguir sus fines políticos, ¿por qué hasta ahora era imposible sentarse siquiera a hablar entre quienes creen que Cataluña es y debe seguir siendo parte de España?
Eso hará este jueves Mariano Rajoy con Albert Rivera y con Pablo Iglesias. Sería ingenuo pensar que de estos encuentros vaya a surgir una solución inmediata: PP, PSOE, Ciudadanos y Podemos tienen propuestas distintas y, en plena precampaña electoral no les interesa diluirlas. Pero sería también muy cínico despreciar estos encuentros cara a cara cuando, tras el 20-D, todos sabemos que llegará la hora de la negociación y de los pactos.
Rajoy perdió las elecciones de 2004 cuando todas las encuestas soplaban a favor del PP. Pagó con ocho años en la oposición el inmenso error que cometió el entonces presidente Aznar en la gestión de las horas terribles que siguieron a los atentados del 11-M. No fue sólo por la manipulación de los hechos: fue por la soberbia con la que Aznar trató de capitalizar el dolor y la incertidumbre ciudadana dejando fuera al resto de las fuerzas políticas.
Hoy, el desafío es radicalmente distinto, pero también afecta de una manera profunda a los sentimientos de los ciudadanos catalanes y españoles. Bienvenido sea el ejercicio político del diálogo: llega tarde, sí, pero ahí está. Cataluña bien lo merece.