No es el comercio, es la guerra
La lógica histórica indica que los países, sobre todo las grandes potencias económicas, no realizan cambios de políticas dramáticas a menos que exista una crisis en curso de la que se quiere salir desesperadamente o se haya realizado una previsión de un escenario indeseado a largo plazo.
Aunque en Estados Unidos deberíamos aprontarnos para una recesión en un par de años, no se puede decir que una recesión es una crisis. Por el contrario, tanto el presidente Trump como todos los economistas del Gobierno y de los think tanks más reconocidos (expertos en equivocarse, pero esa es otra discusión), sólo insisten en augurar la continuidad del crecimiento económico, más o menos al ritmo que lo había hecho durante los años de Obama e, incluso, algo más. Es cierto que Estados Unidos tiene un notable déficit comercial con China, es cierto que podemos imaginar que Trump no es tan cínico y de verdad quiere beneficiar a esos granjeros, mineros y proletarios del medio oeste, pero cualquiera puede entender que, en relaciones internacionales, no hay acción sin reacción, y que tanto la reacción arancelaria y comercial de Europa como la de China golpeará, precisamente, a ese grupo de votantes de Trump. Estados Unidos todavía es más fuerte que China, pero el presidente chino, Xi Jinping, por razones políticas y culturales, tiene mucho menos que temer de una crisis económica que cualquier presidente del mundo occidental.
No es la economía, al menos no a corto y mediano plazo, la razón que motiva estos cambios en política económica. Es algo que está más allá del horizonte. En geopolítica siempre (y, tal vez, únicamente) se debe leer entrelíneas cada declaración de intención.
En la lógica de las superpotencias, el poder económico y el poder militar están estrechamente ligados. No hay superpotencia militar sin un gasto económico astronómico ni hay poderío económico sin una hegemonía militar.
Pero, en cualquier caso, los recursos, por astronómicos que sean, son siempre limitados. Es interesante que el presidente Trump haya propuesto la creación de una costosa División Espacial, para diferenciarla de la Fuerza Aérea, en el entendido de que las futuras guerras se liberarán en el espacio, y a los pocos días haya propuesto la fusión del Ministerio de Educación con el Ministerio de Trabajo. Más claro es imposible. Lo cual no quiere decir que estas sutiles revelaciones del proyecto principal sean las mejores respuestas a una evaluación de la realidad futura donde (probablemente estén pensando en el 2035) China se ha convertido en la primera potencia económica del mundo y, consecuentemente, caminará hacia convertirse en la primera potencia militar.
Sin embargo, la propuesta de una "guerra espacial" todavía es parte de la fantasía de la Guerra de las Galaxias. Por muchas décadas más, sino siglos, la clave del control mundial estará en los viejos mares, en esos territorios de nadie que conectan a la mayoría de los países del mundo. El imperio japonés no fue derrotado en Hiroshima y Nagasaki (por entonces Japón ya estaba derrotado y negociando su rendición; las bombas atómicas sobre tantos inocentes fue un movimiento para evitar una invasión soviética a la isla). Japón fue derrotado en Pearl Harbor, cuatro años antes. Al menos allí comenzó su derrota como imperio.
En el océano Pacífico surgió la hegemonía militar estadounidense y en el mismo océano, o en alguno de sus mares, comenzará otra, un siglo después.
En pocas palabras, la repetida "guerra comercial" entre China y Estados Unidos no es comercial sino militar. En un momento de supuesta fortaleza económica en Estados Unidos, es un recurso geopolítico, no una necesidad del mercado. El objetivo es distraer recursos económicos de la potencia en ascenso y su presencia marítima. Es decir, retrasar el mayor tiempo posible una realidad que un grupo de analistas militares, en algún lugar luminoso pero discreto del mundo, asume como inevitable.
Sólo queda por esperar nuevos capítulos de la misma telenovela. Todo, o casi todo, depende de sus creativos escritores.