Parot: nullum crimen sine lege... por fin
El revés de Estrasburgo, de confirmarse finalmente por la Gran Sala, es mayúsculo: es un revés a la mayoría del Tribunal Supremo que preconizó la doctrina Parot y a la práctica aplicativa de la Audiencia Nacional.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo (TEDH) sentenció el pasado 10 de julio que la denominada doctrina Parot viola los derechos humanos, al menos los de la recurrente Inés Del Rio Prada. Había sido condenada a más de 3.000 años de cárcel pero siguiendo las leyes penales vigentes en el momento en que cometió los delitos y la interpretación que durante décadas se usaba por los tribunales para calcular el máximo que cumpliría, su pena "real", a efectos prácticos, no superaría los 20 años en prisión como resultado de descontar 10 años por "redención de penas por el trabajo". Para el profano en derecho resultará chocante que se condene a miles de años y que luego sólo se cumpla un máximo, por ejemplo, de treinta como correspondía con el Código Penal de 1973. Pero resulta que en todos los países de nuestro ámbito de cultura existe un consenso general en que se establezca un límite por razones de humanidad y por dejar la posibilidad abierta de que el cumplimiento de la pena permita una evolución hacia la reinserción del penado. La cultura de los derechos humanos ha imprimido un poso de civilización en la reacción punitiva del Estado que permite conjugar justicia con una atención a dar oportunidades de recuperación al preso al que se debe considerar, pese a sus crímenes, como un ciudadano y no como un enemigo al que se debe eliminar (pena de muerte) o inocuizar (pena perpetua no revisable). Por eso hay límites absolutos de cumplimiento.
Antes de que el Tribunal Supremo por sentencia del 28 de febrero de 2006 instaurara la doctrina Parot, si hubiéramos consultado a cualquier juez, fiscal, abogado, profesor de derecho o jurista con una mínima formación, todos, de forma unánime, hubieran predicho que en el caso que nos ocupa esos 20 años, y ni un solo día más, iban a ser el tope máximo de cumplimiento porque había una institución llamada de "redención de penas por el trabajo" que permitía descontar hasta 10 años de forma automática. Y así funcionó la maquinaria penal de forma invariable hasta la entrada en vigor del Código Penal de 1995 e incluso más allá respecto de aquellos delitos que se juzgaban más tarde pero se habían cometido con anterioridad. Es el caso, por ejemplo, de la recurrente Del Rio Prada.
Pero llegó el cuatrienio "negro", los años 2000-2003 fundamentalmente, en los que el Gobierno de Aznar amplió radicalmente lo que era la definición del terrorismo, se endurecieron las penas, se aumentó el ámbito de la jurisdicción especial de la Audiencia Nacional, se vetó por ley a la Universidad del País Vasco a que atendiera los estudios a distancia de presos de ETA, se aprobó la ley de partidos y, sobre todo, se predicó y legisló el cumplimiento "real y efectivo" de las penas. Se endurecieron en tiempo record las leyes penales substantivas, procesales, de organización judicial y penitenciarias. Respecto de estas últimas, se lanzó una máxima de cumplimiento "íntegro" y "efectivo" de las penas elevando los topes máximos de cumplimiento (de 30 hasta 40 años) y en régimen cerrado sin disfrutar de beneficios penitenciarios. Todos los juristas sabíamos, también los políticos me temo, que dicha reforma sólo podría operar hacia el futuro y no afectaría a condenados para los que, a pesar de sus largos historiales de crímenes, no estaban en vigor las nuevas leyes más duras cuando cometieron los delitos. Con otras palabras, las leyes más duras no iban a evitar ver la salida de la cárcel tras tan "sólo" veinte años de condenados por terrorismo de ETA de los años de plomo.
El boomerang del "cumplimiento íntegro y efectivo de las penas para los terroristas" y su engañoso mensaje generó una opinión pública en todo el Estado que se convertía en una auténtica olla a presión cada vez que se acercaba la fecha de licenciamiento (o sea, de salida de prisión) de presos con múltiples y graves delitos a sus espaldas. Hubo intentos de aplicar retroactivamente la nueva ley de cumplimiento efectivo de las penas de 2003 pero fracasaron hasta que el Tribunal Supremo, en un ejercicio sin precedentes de jurisprudencia "creativa" decide cambiar la forma de calcular el tope máximo de cumplimiento de manera que, resumiendo, el efecto práctico es que no se cumplirían 20 sino 30 años: o sea ¡10 años más! En definitiva, lo que por ley no se pudo hacer se conseguía por medio de la doctrina Parot ya que esta suponía un alargamiento de la pena a cumplir al bloquear de facto los beneficios penitenciarios. Con la nueva fórmula de cálculo el descuento de un tercio correspondiente a la redención de penas por el trabajo quedaba de un día para otro, después de décadas de ser aplicado, en nada.
El Tribunal Constitucional, tarde, muy tarde (marzo de 2012), comenzó la revisión de la aplicación de esta doctrina y no encontró defectos en más de una treintena de recursos de amparo hasta la fecha. El fallo del Tribunal Constitucional, sin embargo, no fue unánime y algunos magistrados ya advertían su discrepancia porque no se respetaba el principio de legalidad. La minoría de magistrados que emitieron votos particulares consideraban ya que el punto central era la cuestión de su aplicación retroactiva lo que por fin, en su descargo y en el de la Justicia con mayúsculas, el Tribunal de Estrasburgo ha ratificado.
La sentencia del TEDH, sin embargo, no es definitiva pues todo parece indicar que, de acuerdo a las previsiones del Convenio de Roma (CEDH 1950) que rige el tribunal, será la Gran Sala (en una especie de revisión excepcional) la que tome una decision final que debería afectar al conjunto de supuestos. A la espera de que la decisión del caso Del Río Prada se torne definitiva, la importancia del fallo sería histórica en tal caso.
Y lo sería, antes que nada, porque se restaña, aunque sólo sea en parte, una enorme injusticia que afectaba a uno de los núcleos esenciales del Estado de Derecho: el denominado principio de legalidad. Este principio no es cualquier garantía o derecho de segundo nivel, sino que está llamado a asegurar la libertad de los ciudadanos frente a una actuación arbitraria del poder que puede llegar, como es el caso que nos ocupa, al encarcelamiento injusto. Pertenece al avance histórico que supuso la modernidad ya desde la revolución francesa el intento de someter el poder al Derecho. Ese poder que había sido absoluto durante el final de la Edad Media y que en manos de los reyes había aplastado la dignidad de los "súbditos", que no ciudadanos, encontró en la máxima "nullum crimen nulla poena sine lege" (no hay delito ni pena sin ley) un puerto seguro. ¿Qué sería de nosotros si el poder pudiera, a su capricho, definir lo que es delito y las penas que le corresponden, y perseguir, detener y encerrar a quienes hubieran cometido el crimen de forma retroactiva antes incluso de que supieran siquiera que lo estaban cometiendo? Pues bien, el fallo del TEDH precisamente viene a decir, de forma indirecta, que cuando el Tribunal Supremo se inventó la doctrina Parot y ésta se aplicó a hechos ya sentenciados, en realidad su interpretación es creadora de una nueva pena más dura. Resulta según el máximo garante de los Derechos Humanos en Europa que el súbito cambio de jurisprudencia del Tribunal Supremo en 2006 y su aplicación por las autoridades penitenciarias y la Audiencia Nacional ha producido una aplicación retroactiva de penas más duras a hechos anteriores. Se ha quebrado en esos casos el principio de legalidad y para ello no vale intentar distinguir con argumentos formales entre el derecho sustantivo que define delitos y penas y el derecho de ejecución que sólo regula la forma de cumplimiento: para el TEDH, levantando el velo y atajando cualquier fraude de etiquetas, un cambio de jurisprudencia que no era previsible y que tiene efectos materiales de alargamiento de la estancia en prisión es equivalente a crear un castigo, una pena, y, por tanto, debe someterse a las garantías "fuertes" del principio de legalidad.
El revés de Estrasburgo, de confirmarse finalmente por la Gran Sala, es mayúsculo: es un revés a la mayoría del Tribunal Supremo que preconizó la doctrina Parot y a la práctica aplicativa de la Audiencia Nacional; es un revés para la mayoría del Tribunal Constitucional que lo avaló y despreció una revisión de los casos según el canon de constitucionalidad pertinente y central del principio de legalidad; es un revés para esa mayoría acrítica que interpreta que contra el terrorismo vale todo si es eficaz y que además ejerce como inquisición implacable también contra quien osa oponer argumentos de mejor derecho. Pero es también una bocanada de aire fresco y de esperanza que restaura la fe en ese mejor Derecho. Es un espaldarazo a la Justicia con mayúsculas. Es un desagravio también para esas minorías de magistrados y magistradas que ya avanzaban en sus votos particulares del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional la tropelía que se estaba cometiendo. Tropelía que, por cierto, ya venía denunciándose por una abrumadora mayoría de la doctrina penalista en todo el Estado pero que no obtenía eco en la opinión pública por la omisión culpable de una gran mayoría de medios de comunicación que han negado a la ciudadanía datos esenciales para formarse una opinión contrastada y más adecuada a los estándares de los derechos humanos.
Como escribiera el gran jurista alemán Ihering ya en el siglo XIX el Derecho debe ganarse mediante la "lucha", la "lucha por el Derecho" (Der Kampf ums Recht 1872). Ojalá el fallo sirva para reconducir el desafuero de la doctrina Parot que nunca debió nacer. Pero también para allanar el camino a quienes pensamos que los conflictos y las injusticias tienen en el Derecho una vía civilizada de solución que, aunque de forma imperfecta, acaba por ofrecer un campo de posibilidades que una mayor implicación de la sociedad civil y de los profesionales del Derecho acercaría aún más a cotas razonables de verdadera administración de Justicia.
Cambridge (UK), 11 Julio 2012.