La paz en Colombia y los retos más allá del acuerdo con las FARC
Existen cuestionamientos fundados sobre cuál es el nivel de unidad de mando y de disciplina interna sobre el total de más de 7.000 efectivos que engrosan las FARC, y qué grado de aceptación llevará consigo el acuerdo, especialmente en lo que tiene que ver con algunos de los frentes más activos en estos tres años de negociaciones, particularmente, en el nororiente y el suroccidente del país.
Foto de la delegación de las FARC durante una reciente reunión en La Habana con el secretario de Estado de EEUU John Kerry/EFE
Superada la fecha límite que el Gobierno colombiano y las FARC habían acordado para cerrar un acuerdo -el 23 de marzo-, todo apunta a que todavía quedan semanas, por no hablar de meses, de negociaciones. La firma del acuerdo, tras más de cinco años de contactos informales y cuatro de conversaciones formales en La Habana, está más cerca que nunca. Los avances en los diálogos son una evidencia, y los consensos adoptados sobre los puntos de la negociación - reforma agraria, participación política, narcotráfico, víctimas y fin del conflicto-, igualmente suponen un avance incomparable con cualquier esfuerzo anterior. Sin embargo, ¿estamos en disposición de concretar a corto plazo un proceso de paz integral que siente las bases para una Colombia libre de violencia tras medio siglo de conflicto armado?
Confiando en que el acuerdo se materialice en los próximos meses y se consensúe entre las partes un posicionamiento respecto a los puntos que son objeto de negociación, hay varias cuestiones que tener en cuenta que son ajenas al proceso de negociación en marcha. La primera de ellas versa, directamente, sobre el alcance del acuerdo que se cierre en La Habana. Existen cuestionamientos fundados sobre cuál es el nivel de unidad de mando y de disciplina interna sobre el total de más de 7.000 efectivos que engrosan las FARC, y qué grado de aceptación llevará consigo el acuerdo, especialmente en lo que tiene que ver con algunos de los frentes de los dos bloques más activos en estos tres años de negociaciones, particularmente, en el nororiente y el suroccidente del país. Estas dos regiones son las que presentan el mayor nivel de presencia y activismo guerrillero, en buena medida, favorecida por la mayor presencia de cultivos ilícitos y el abandono del Estado que permite encontrar ventajas comparativas para mantener niveles de influencia local nada desdeñables. Asimismo, hay que tener en cuenta la importancia del fenómeno pos-paramilitar, redefinido en las conocidas como «Bacrim» -Bandas criminales-, que se nutren de miles de integrantes, y la ausencia de avances significativos, por el momento, con el ELN, que aún conforman cerca de otros 1.500 combatientes.
El segundo nivel también tiene que ver con la violencia directa. El conflicto interno colombiano, en lo que tiene que ver con las FARC, ha reducido el nivel de la confrontación a registros históricos, nunca vistos en los últimos cuarenta años. Sin embargo, el reclutamiento de menores, la presencia efectiva sobre más de 100 municipios del país, el desplazamiento forzado de la población, o la narcotización de la violencia en un país que ha incrementado su superficie cultivada con coca, según Naciones Unidas, de 48.000 hectáreas a 69.000 hectáreas, son cuestiones que deben tenerse muy presentes.
Tampoco conviene descuidar otros aspectos, nada baladíes, como el control del desarme, las garantías sobre la desmovilización de guerrilleros, las políticas de inclusión social y normalización de la vida política del país, las acciones de reconstrucción de la memoria colectiva y la recomposición del tejido social. Algo verdaderamente complejo de dimensionar en un país con más territorio que Estado, en el que las condiciones de resolución, reconstrucción y reconciliación carecen de bases, ni tan siquiera imaginables, en buena parte de los escenarios que siguen afectados por las dinámicas de violencia.
De hecho, basta recordar que los casos de muertes selectivas y violencia política sobre activistas sociales y líderes sindicales entre 2014 y 2015 se han incrementado un 35%, según el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos. Si a todo lo anterior añadimos un país con más de seis millones de desplazados y dieciocho millones de pobres, los niveles de concentración de tierra y de desigualdad social más elevados del continente, unos alarmantes niveles de impunidad y una profunda corrupción local, puesta de manifiesto y favorecida por una inelasticidad vertical de renta del 85% y los mayores registros de recentralización territorial de todo América Latina, a duras penas se puede confiar en que la firma del acuerdo de La Habana pueda poner fin a las distintas formas de violencia que atraviesan el país.
Con independencia de la firma del acuerdo, es prioritario superar los ingentes niveles de violencia estructural que tanto han contribuido a perpetuar un conflicto cuya longevidad supera las cinco décadas y hunde sus raíces en casi un siglo atrás. Así, es imprescindible actuar sobre las condiciones culturales, sociales, económicas y políticas que tan íntimamente se relacionan con el conflicto armado, tal y como ha puesto de manifiesto una vez más el Informe del Alto Comisionado para los Derechos Humanos en Colombia. Si no se transforma la estructura territorial del Estado o se llevan a cabo reformas institucionales de calado que hagan efectivo el Estado de Derecho, y si no se articula todo lo anterior, incluida la cooperación, con una política integral de resolución, reconstrucción y reparación, muy posiblemente la violencia no se supere y, más bien, se intensifique, como se pudo corroborar tras los procesos de paz centroamericanos. No hay tiempo que perder y, desde luego, no es necesario esperar a la eventual firma de La Habana para empezar a trabajar en ello.
Desde fuera hay que acompañar sin fisuras un proceso de este tipo, y con el equilibrio requerido para no interferir en él. España, fruto del sesgo ideológico de su política exterior hacia la región durante el Gobierno de Rajoy y la visión economicista que ha primado durante estos años, ha perdido presencia en la región y, en este caso, ha quedado relegada a un rol secundario. Por ello, a estas alturas conviene ser conscientes del papel que se puede cumplir, entender los cambios que se han producido en la región -con un organismo latinoamericano como la CELAC que aportará observadores para supervisar el alto al fuego- y cuidar cualquier apoyo a iniciativas unilaterales. Por supuesto, habrá que contribuir a la financiación del pos-acuerdo, pero conviene que la cooperación española a este respecto siga fortaleciendo y trabajando por la mejora de las instituciones colombianas con un enfoque coherente y como un complemento al esfuerzo de redistribución de los recursos que a los propios actores internos (Gobierno, FARC-EP, élites económicas y grandes empresas) les corresponde hacer para lograr una Colombia en paz.
Decía Gabriel García Márquez en un discurso pronunciado en 1994 que "somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan". Es el momento de hacerse eco de estas palabras del escritor colombiano y dar respuesta a esas causas, para que los esfuerzos que se están haciendo en La Habana y pueden concretarse en los próximos meses, abran una nueva etapa de paz, justicia y fraternidad en Colombia.