2017: Europa contra Trump (y contra sí misma)
2016 ha sido, sin duda, uno de los años más agitados y convulsos de la última década. La victoria de Trump, el brexit o el protagonismo creciente de Putin convergen a modo de imperativo de una necesaria redefinición de la acción exterior europea.
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Decía Lenin, a tenor de los acontecimientos de 1917, que hay décadas en las que no pasa nada y semanas que parecen décadas. Y lo cierto, es que este año 2016 que finaliza, sin duda, ha sido uno de los años más agitados y convulsos de la última década.
La victoria de Trump, el brexit o el protagonismo creciente de Putin convergen a modo de imperativo de una necesaria redefinición de la acción exterior europea que, lejos de la adversidad, debe encontrar en este año 2017, un año que sirva de espaldarazo para consolidar una proyección internacional venida a menos, y fuertemente debilitada por las recesiones económicas sucedidas desde 2007.
Desde que finalizase la Segunda Guerra Mundial, el orden geopolítico se ha erigido, no sin diferencias, desde el lazo transatlántico que aunaba los intereses de Estados Unidos y la Unión Europea. Empero, la victoria de Trump, y a falta de ver cómo se concretan los elementos más característicos de su administración, la extraña mezcla de aislacionismo, escepticismo con la globalización y proteccionismo renuevan la cuestionable lectura que hace más de una década, el gabinete de guerra Bush (los Vulcanos, que denominaría James Mann) hacía al entender que la hegemonía mundial era patrimonio exclusivo de Washington. Entonces, se hacían valer las palabras del neoconservador Robert Kagan, y la Unión Europea se reducía a un proyecto de gigante económico, enano político y gusano militar.
Lo anterior conlleva a desconfiar del tradicional esquema de defensa multilateral que, durante décadas, ha sido la OTAN. La noción clásica de cooperación intergubernamental corre el riesgo de desdibujarse en una suerte de seguridad privada en beneficio del mejor postor, de manera que los tradicionales apoyos que Washington ha brindado a Bruselas, a Arabia Saudí o a sus aliados del Pacífico, como Corea del Sur o Japón, parece que pueden ser relegados.
Este unilateralismo sui generis, como es obvio, y como igualmente sucediera los años de presidencia de George W. Bush, colisiona directamente con los escenarios multilaterales de la arquitectura institucional internacional que fueron recuperados durante los años de la administración Obama. Es decir, no solo la OTAN, sino que otras instituciones como la Organización Mundial del Comercio o Naciones Unidas, así como el espagueti-bowl de tratados de libre comercio se encuentran bajo la amenaza de la duda. En este "revisionismo", un protagonismo nuclear lo representa la potencial relación de Estados Unidos con Rusia que, igualmente, puede afectar muy negativamente a la posición europea, sobre todo, si se producen hechos como el reconocimiento a la anexión de Crimea de 2014, el cual provocó una de las mayores tensiones de los últimos años con su vecino oriental.
Habida cuenta de esta tesitura, la Unión Europea se encuentra en una coyuntura de necesaria redefinición y, con ello, frente a la obligación de rediseñar su proyección exterior y abandonar un ostracismo, casi convertido en una zona de confort, que exige nuevos retos y decisiones. El mayor de todos pasa por identificar, diseñar y comprometer una agenda compartida, de posiciones comunes y códigos geopolíticos de convergencia. Es decir, repetir la fractura de hace una década, con motivo de la invasión y la guerra de Irak, relega a un papel secundario a Europa, sin capacidad alguna de influencia o interlocución. De hecho, se puede destacar el hecho de cómo, por ejemplo, la reciente cohesión mostrada con motivo del escenario E3+3 sobre la desnuclearización de Irán, permitió modificar la posición inicial de Washington. Igual sucede con las demandas de una "agenda negativa" en la que el terrorismo internacional, las presiones migratorias, o la sombra alargada de Putin, exigen de una acción exterior sólida y de mayor compromiso y decisión en torno a tres elementos: seguridad y defensa, migración y economía y comercio.
Europa debe de aprovechar el nuevo tablero mundial para seguir apostando por el diálogo, la cooperación y el multilateralismo. La necesidad de repensar la arquitectura institucional no supone abandonar a su suerte el esquema de Naciones Unidas o la OMC, sino todo lo contrario. De este modo, es importante pensar en profundizar el marco de relaciones sub-regionales, con América Latina, y a nivel birregional, en el nivel CELAC-UE, especialmente, con los países más influyentes de la región. Igualmente, es necesario mejorar los canales y las posibilidades de diálogo y cooperación con Japón, Corea del Sur, India o, incluso, Ucrania.
Todo lo anterior no es óbice de abandonar la relación transatlántica pero, desde luego, es una oportunidad que puede reposicionar el protagonismo de Bruselas en el mundo. Sea como fuere, conviene recordar que la mayor amenaza de Europa no es Trump ni Putin. La mayor amenaza de Europa es Europa. Es el protagonismo de la extrema derecha y del fervor nacional-popular que culpa al proceso de integración de todos sus males. Farage ganó el brexit con esta suerte de simplificación falaz. Le Pen disputará, muy seguramente, la segunda vuelta en Francia. Y hay más. Sioni en Finlandia, Thulesen Dahl en Dinamarca, Bona en Hungría o Petry en Alemania. Una amenaza interna que lastra una proyección exterior y un compromiso común donde el valor agregado de Europa, no pasa por regresar al fascismo, los muros y la división. Pasa por uno valores, hoy por recuperar, de democracia, cohesión e integración, y con los que, solo así, Europa es fuerte en el actual sistema internacional.