Orgullosa de volver a tener la regla
Solo existen dos tipos de mujeres que se alegran cuando les llega la regla: las que tienen miedo de estar embarazadas y las que habían dejado de tenerla de forma prematura. A mí, la regla me había desaparecido igual que a otras mujeres les desaparecen las llaves del coche, no una o dos veces, sino de manera habitual.
Solo existen dos tipos de mujeres que se alegran cuando les llega la regla: las que tienen miedo de estar embarazadas y las que habían dejado de tenerla de forma prematura. A mí, la regla me había desaparecido igual que a otras mujeres les desaparecen las llaves del coche, no una o dos veces, sino de manera habitual. Me desaparecía todo el tiempo porque he tenido la mayor parte de mi vida un peso peligrosamente bajo y porque entre los 11 y los 20 años padecí anorexia, con menor o mayor intensidad.
Que me viniera la regla significaba que estaba sana. Y ese era el problema. No quería estar sana; quería estar delgada. Quería estar delgada por encima de cualquier otra cosa. Cuando tenía 11 años, una amiga me preguntó qué superpoder quería tener. Le dije que quería ser invisible.
La primera vez que tuve la regla me sentí asombrosamente inquieta. Estaba cenando con mi padre. Estábamos comiendo solomillos, el mío bien hecho, el suyo más bien poco. Veía la sangre que caía de su filete, gota a gota, como de un grifo roto, y me entró angustia. No es que lo sintiera por la vaca, como se podría pensar; lo sentí por mí misma. Odio la sangre. Y la odié todavía más 15 minutos después, cuando vi que yo también estaba manchando.
Con 12 años y ya tenía la regla. Estaba indignada. Me sentía como un anciano de 95 años en su lecho de muerte, preguntando a Dios: "¿Por qué me pasa esto a mí?" De hecho, recuerdo que intenté hacer un trato con Dios. Si me quitaba la regla, daría 5 dólares a alguna buena obra que se me ocurriera. Era una promesa que hacía con frecuencia, cada vez que creía que una línea aérea me había perdido la maleta. Y era una promesa que solía olvidar con la misma frecuencia, en cuanto aparecía el equipaje.
A los 12 años sabía todo lo que había que saber sobre el ciclo menstrual, porque mi colegio, muy hippy, había dedicado una absurda cantidad de tiempo a hablar del tema. Nos habían proporcionado perlas de sabiduría fundamentales, como el hecho de que por supuesto que podíamos hacer mayonesa mientras teníamos la regla. Y nos enseñaban a preparar paquetes de emergencia, con unas bragas y una compresa, que nos aconsejaban que lleváramos encima igual que un diabético lleva siempre consigo su dosis de insulina. Estábamos todas preparadas para que nos llegara la regla, pero a mí no me llegó ese año.
No me llegó porque medía 1,65 metros y pesaba 38 kilos. A los 11 años me diagnosticaron anorexia y un trastorno de ejercicio compulsivo. No puedo explicar por qué caí en la enorexia. Lo único que tengo son respuestas tópicas. Un día era una niña despreocupada que comía nuggets de pollo y patatas fritas, y al día siguiente, de pronto, había dejado la infancia y me daba miedo comer una manzana asada espolvoreada con canela.
Algunas niñas se niegan a comer cualquier alimento que no sea blanco, otras se niegan a quitarse el disfraz de Halloween y acaban vestidas de Esmeralda todo el año. A los 11 años, yo también seguía unas reglas. Me levantaba todas las mañanas a las 5 para poder saltar a la cuerda. Tenía que saltar 1.000 veces, y, si perdía la cuenta, tenía que empezar otra vez. Y siempre perdía la cuenta. Las cintas de mi pelo tenían que ir a juego con los calcetines. Solo podía ir a acostarme cuando los números del reloj fueran divisibles por 5.
Lo que recuerdo de mis 11 años es que me llevaba todos los días la misma comida al colegio: tres albaricoques secos, ocho pistachos y media barra de cereales Oats 'N Honey. Recuerdo la imagen de mi cabello cayendo en grandes rizos rojos en una peluquería de Londres. Cuando cumplí 12, me negué a probar la tarta de cumpleaños, y entonces fue cuando mi madre se asustó de verdad y me llevó a un médico, que me dijo que, si no engordaba 7 kilos, me ingresaría en el hospital.
Recuerdo que después fui a comer con mi madre y que ella no dejaba de empujar el cestillo del pan hacia mí. Recuerdo que el pan me sabía a serrín y se me quedaba pegado a la lengua, como un pedazo de carne. Recuerdo que traté de aprender a comportarme otra vez como una niña y que no lo logré, que intenté fabricar picos de pato con patatas fritas, que intenté dar saltos mortales en la cama elástica, que intenté comer en mi viejo restaurante favorito, un sitio de sushi en el que uno podía comer todo lo que quisiera. Pero no pude. Solo conseguía pensar en que 14 patatas Pringles con sabor a crema agria y cebolla tenían 140 calorías, que saltar en la cama elástica quemaba grasas y que hacía mucho tiempo que no había comido hasta hartarme en un buffet.
Entre los 11 y los 20 años, mi relación con la comida osciló entre los momentos buenos, en los que estaba lo bastante sana como para tener la regla pero seguía obsesionada con mi peso, y los malos, en los que la regla me desaparecía por completo. Durante esos nueve años, cada vez que tenía la regla la odiaba, y cuando no la tenía, me daba igual. Pero las cosas cambiaron el pasado mes de marzo. Quizá parezca simplista, pero por fin comprendí que estaba ahogándome, y que eran mis propias manos las que estaban estrangulándome. Por fin me reconocí a mí misma que no estaba bien y que llevaba mucho tiempo sin estar bien.
Darte cuenta de que no estás bien no es lo mismo que curarte. Yo crecí sufriendo anorexia. No sabía quién era sin ella. Pero por lo menos me había dado cuenta de que la anorexia y yo éramos dos cosas distintas. Y eso era un comienzo.
Empecé a ganar peso. No fue fácil. Es más, creo que fue lo más difícil que había hecho jamás. Hay gente que dice que se mira en el espejo y no reconoce ese rostro. Yo conocía mi rostro; lo que no reconocía era mi mente. Aprendí que el hecho de creer algo no quiere decir que sea verdad. Pasé de pensar que la voz interior que me decía que era una gorda inútil e indisciplinada si me comía toda la ensalada en mi plato era la voz de la verdad, a oírla como oigo lo que dicen en Fox News: algo a veces divertido y con frecuencia peligroso, pero que nunca suele ser verdad.
En julio, por fin, volví a tener la regla. Y esta vez, la recibí exultante.
Este artículo apareció originalmente en 'Yale Daily News'.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.