El huerto urbano
En una ciudad de EEUU me llevaron a ver algo simple, algo que, francamente, me impresionó, me impactó sobremanera. Me llevaron a ver una plaza, en el centro de la ciudad. En un lateral de la plaza, acotado como si fuese un monumento, había un espacio grande con plantas de tomates diversos, berenjenas, pimientos, calabacines, zanahorias, plantas de patatas y boniatos, girasoles y tantas otras cosas más. Y un cartel, muy visible, que decía: "Plantado por niños de la ciudad que recogen sus frutos los miércoles".
En una ciudad de Estados Unidos de cuyo nombre sí me acuerdo, pero no viene al caso, me llevaron a ver algo que no fue una escultura, una pintura, un monumento histórico, ni tampoco una obra de teatro. Me llevaron a ver algo simple, algo que, francamente, me impresionó, me impactó sobremanera. Me llevaron a ver una plaza, en el centro de la ciudad rodeada de banquitos, pequeños restaurantes con sus terrazas, una tienda de helados y yogures muy iluminada con paredes de cristal tras la que se podía ver mucha gente joven comprando, un supermercado con terraza y la gente comiendo, una fuente central con chorros arqueados bajo los cuales, con sonrisas y gritos, y con sus propias ropas de calle y correteando azarosos, jugaban niños de 2 o 3 años. Y en un lateral de la plaza, acotado como si fuese un monumento, había un espacio grande con plantas de tomates diversos, verdes y rojos, pequeños y grandes, berenjenas, pimientos, calabacines, zanahorias, plantas de patatas y boniatos, girasoles y tantas otras cosas más. El huerto urbano lucía frondoso, de intenso verde y lleno de frutos. Y había un cartel, muy visible, que decía: "Plantado por niños de la ciudad que recogen sus frutos todos los miércoles. Todos los niños son bienvenidos los miércoles".
Como digo, aquello me impresionó. Fíjense que había visitado muy poco antes, con fruición de niño, el Tiranosaurus Rex expuesto en el Museo de Ciencias Naturales de Chicago, su perfecto esqueleto, su gigantesca anatomía, y hasta la belleza de esa fuerza colosal que debió tener, inimaginable en un animal de nuestros días, creada por esa masa muscular de más de 7 toneladas y dirigida por solo un minúsculo cerebro de menos de 200 gramos. Me llevaron a ver copias, casi perfectas, de esculturas o arquitecturas universales, o un bosque centenario preservado intacto desde que fue habitado, junto a sus praderas, por los indios americanos. Pues bien (y aunque pocos me crean) nada de eso me impactó tanto como este huerto cuando imaginé el respeto con que se mantenía intacto en el centro de la ciudad. Y el contexto cultural en el que fue construido. Es decir, me explicaron que la idea que llevó a ello fue que los niños, muy pequeños, vieran cómo se planta, cultiva, riega y aparece lo que ven en sus mesas, sin más. Ahora, precisamente, que tanta gente se está dando cuenta que muchos niños de las grandes ciudades sin duda saben que la leche que beben todas las mañanas, procede de ese animal que es la vaca, pero nunca han visto una vaca real. Ni tampoco las estrellas en el cielo desaparecidas por la intensa luminosidad de su ciudad.
Y todo esto me impresionó, además, por el enorme respeto por ese huerto que, según me explicaron, aún estando abierto y luciendo hermosos tomates rojos o pimientos verdes y también rojos, nadie, ningún adulto, pasaba de la admiración y posiblemente la tentación, de tocar o coger nada de ello. Eso era para la educación de los niños. Eso era parte de una seria y sentida educación social. Eso era anclar profundo, en raíces emocionales, el respeto hacia los demás como ciudadanos y para cuando ellos fueran ciudadanos adultos. Eso era hacer crecer en los niños el conocimiento real de cosas que están más allá de su entorno cotidiano. Eso era, además, y mirando hacia el futuro, crear valores en los niños de respeto y de libertad verdadera. Respeto que ya sienten quienes tuvieron estas ideas y son mimadas por sus ciudadanos que pasean, a cualquier hora del día o la noche, admirando el huerto sin necesidad de una autoridad que lo guarde. Y no pude dejar de pensar en nosotros mismos, como sociedad, como pueblo constructor de valores y respeto a través de las normas que nos hemos dado todos a nosotros mismos. De elaborar ideas y llevarlas a la práctica, a la realidad cotidiana de honestidad y miramiento a los demás, como ciudadanos, lejos de la picardía, del ahora que no me ven, del ¿Qué mas dá?, de la ayuda emocional a los demás. Eso es construir, desde su raíz, emociones éticas.
¿Cuándo un alcalde pensando en los niños, y en la construcción emocional ética de los niños, acotará un espacio en el centro de su ciudad y sugerirá a algunos colegios participar en la construcción de un huerto urbano cuidado por niños y recogiendo ellos mismos sus frutos, para la admiración y el respeto de los ciudadanos?