Votar con la memoria
Hace noventa años, un Congreso estrictamente de los Diputados aprobó por una mayoría tensa que las mujeres de este país tendrían plenos derechos electorales.
El paseo hasta el colegio electoral –los días de semana, mi colegio–, los saludos a vecinas y vecinos. La mesa, el sobre, la papeleta. Sin usar las cabinas, sin vergüenza. Después, identificarse, la urna, el voto. Antes de tener la edad legal para ejercer ese derecho, tengo memoria de todas y cada una de las elecciones en las que he acompañado a mi padre a votar, temprano, como casi primera acción de la jornada. En mi casa, abstenerse nunca ha sido una opción, aunque muchísimas veces se haya llegado a la urna con profundo desamparo. Quizás porque en la historia familiar se cuenta lo que padeció mi bisabuela paterna, nacida con el siglo XX, por haber ejercido ese derecho en un pueblecito de la montaña leonesa cuando recién las mujeres lo estrenábamos y haber votado, además, por quienes representaban esperanza para quienes nada poseían más allá de sus fatigas y trabajos. El voto, en mi casa, es sagrado.
Hace noventa años, un Congreso estrictamente de los Diputados (467 frente a 2, háblenme, después, de cuotas) aprobó por una mayoría tensa que las mujeres de este país tendrían plenos derechos electorales, en igualdad con los hombres. Aprobaron, en realidad, el sufragio universal por primera vez en nuestra historia democrática. Nací en 1986, durante toda mi educación primaria y secundaria, estudié que el sufragio universal fue cosa de la Gloriosa aquí, de la Revolución Francesa por aquella tierra; de la Americana un poco antes. Si acaso, en último término, profes o libros pronunciaban “sufragio universal masculino” y ello servía para situarnos a todas las niñas, a todas las jóvenes, fuera de ese universal que todo lo mide, todo lo juzga y todo lo legisla. En palabras de la también diputada republicana María Lejárraga, que tomaría su escaño en 1933, la “misoginia gramatical” del idioma siempre ha sido un delimitador del poder, el espacio y los derechos.
De aquel debate acalorado por el voto de las mujeres nos quedan más tópicos que comprensión histórica y verdadera memoria como pueblo. Clara Campoamor a favor, heroicamente republicana empeñada en no escamotear la igualdad. Victoria Kent en contra, sin negar el derecho en abstracto pero creyendo proteger a la República de unas mujeres todavía no “preparadas” para quererla. Nada sabemos, nada dicen esos libros de texto plagados de revoluciones, gloriosas y asonadas, del “inmenso número de mujeres que a partir del siglo XIX viene intentando, no ya con original individualidad, como los tipos aislados y resplandecientes de otras edades, sino con disciplina instintiva de grupo, de sexo, romper la tupida red de prejuicios, costumbres y leyes que las ponían al margen de la vida social”, tal y como las nombró Clara Campoamor en una conferencia impartida en 1923. Porque si algo tajó el golpe de Estado de 1939 fue, además de cuerpos, sueños y libertades, cualquier atisbo o rescoldo de las modernas, de las mujeres libres. Solo al calor de un dictador agónico las feministas de este país empezaron a rehilar la memoria de todas, redescubriendo nombres, obras, hitos. Con todo, fuera del ámbito académico y de algunos tópicos, aquel corte con la memoria de lucha de dos siglos supone todavía, en nuestro tiempo, una laguna que trasciende la lucha por los derechos de todas las mujeres y que debería interpelarnos como sociedad democrática. Hoy, 1 de octubre, debería ser también una fiesta para los hombres justos.
Como entonces, como siempre, al voto de las mujeres, llave simbólica de muchos otros derechos y conquistas que se fijaron en aquella Constitución de 1931 (el divorcio, la investigación de la paternidad, la eliminación de la distinción entre descendencia “legítima” e “ilegítima”, el acceso a las profesiones…) se convirtió pronto en excusa para obviar los errores de unos varones republicanos que seguían pensando en las mujeres como seres histéricos, incapaces de la razón; en el mejor de los casos matronas cívicas pero nunca, nunca, nunca compañeras. Sigue siendo tópico extendido el culpar a las mujeres de la pérdida electoral de 1933, sin recordar agradecerles la victoria del Frente Popular en 1936 y sin poner el foco en leyes electorales, promesas incumplidas, el principio democrático de que no puede supeditarse un derecho a que quien lo ejerza lo haga a tu conveniencia.
Noventa años después las feministas peleamos una profundización democrática que pasa de nuevo por los límites exactos de nuestra ciudadanía. Porque ese abstracto, lo sabemos, no aplica en los cuerpos y las vidas de las mujeres, como tampoco lo hace –y especialmente lo vulnera– si esos cuerpos son diversos, si son migrantes, si son diferentes a esa norma universal que se mide en gloriosas, hombría y asonadas. Si en el tiempo de la Segunda República los adelantos en la condición de las mujeres marcaron una idea de progreso y avance que reconocemos hoy, violentamente cortada por el fascismo, en nuestro tiempo los herederos de la reacción hacen exactamente la misma diana. Cuando las mujeres en España avanzan, los poderes más profundos y arraigados de su dirección política y económica, en un sentido histórico, estallan. No les gustan ni las brujas ni sus nietas.
Contaba al principio que en mi casa se vota recordando. A mi abuela materna la casaron al alba porque era roja y entroncaba con familia rematadamente azul. Si pienso en los hechos que me han llevado a las urnas desde los 18 años, pienso en las fotografías de mis mujeres familiares. Lo comparto cuando conmemoramos el noventa aniversario del sufragio porque creo que será con la memoria de la mayor parte de nosotras, desde las anónimas que componen la genealogía de cada una a las antecesoras ilustres, como podremos combatir cualquier intento reaccionario que pretenda hurtarnos la alegría de votar, la certeza de vivir.