Ojalá algún día volvamos a casa tranquilas
¿Cómo puede ser que todas las mujeres compartamos las mismas historias de terror?
“Ten cuidado” (o su variante más cariñosa “ten cuidadito”) son quizás las palabras de despedida que más veces ha escuchado una mujer de boca de otra mujer, generalmente su madre, acompañadas de un beso en la mejilla desde el portal de casa.
Porque cerrar la puerta de casa equivale a abrir la de un mundo lleno de peligros. “Tienes que ser prudente”, se ha repetido a las niñas y no tan niñas hasta la saciedad, “no traspasar ninguna frontera que te ponga en peligro”, recuerda la escritora María Folguera. “Pero, ¿cuál es esa frontera?”, se pregunta al mismo tiempo. ¿Hacer autoestop? ¿Llevar minifalda? ¿Ir borracha? ¿Salir a correr? ¿Ir sola? ¿O ir solas (porque, claro, aunque haya varias chicas juntas siguen yendo ‘solas’)?
A veces el peligro está incluso dentro de casa. La frontera es tan difusa que no hay frontera. Pero hay un denominador común en este tipo de peligro: te ocurre —o a veces sólo lo temes— cuando eres mujer.
¿Cómo puede ser que todas las mujeres compartamos las mismas historias? ¿Cómo puede ser que todas nos sintamos identificadas con la imagen de llevar las llaves en la mano cuando volvemos a casa o de escribir un mensaje tranquilizador a una amiga al cruzar el portal?, plantean María Folguera y Carmen G. de la Cueva, editoras de Tranquilas. Historias para ir solas por la noche (Lumen).
El libro, un compendio de 14 historias íntimas y personales de escritoras reconocidas —entre ellas Marta Sanz, Carme Riera, Gabriela Wiener, Aixa de la Cruz, Edurne Portela o Sabina Urraca— se convierte casi en un ensayo sobre el miedo que se siente simple y llanamente por el hecho de ser mujer, por saber lo que les pasó a las niñas de Alcàsser, a Nagore Laffage, a Sonia Carabantes, a Diana Quer, a Laura Luelmo, a Eyvi Ágreda, a la víctima de la Manada y a tantas y tantas otras mujeres. O por saber lo que nos ha pasado a cualquiera de nosotras, ya sean piropos indeseados por la calle, tocamientos de desconocidos o lo que Lucía Mbomío denomina follación, esa mezcla entre follar y violación que se produce cuando lo último que quieres es estar en la cama con ese hombre pero él se empeña en desoír tus gestos o incluso tus súplicas. En fin, todo eso a lo que probablemente ningún hombre blanco heterosexual se haya enfrentado.
Las editoras de Tranquilas lo describen como “un libro visceral, escrito desde las entrañas”, en el que sus autoras han rescatado “lo inconfesable, lo más oscuro, cosas terribles que estaban en la trastienda” y de las que incluso logran reírse a veces.
Las historias hablan de miedo y de silencio (¿por qué cuando nos agreden o acosan nos da vergüenza contarlo o preferimos callarlo porque ‘no es para tanto’?), pero también de rabia y de ganas de enfrentarse a ese miedo. “¿Cuántas cosas me habré perdido por miedo al peligro?”, se pregunta María Folguera. ¿Y qué parte de culpa tienen la cultura en la que nos hemos criado y el miedo que nos han transmitido nuestros padres?
En sus textos, algunas de las autoras prometen plantarse en esta “herencia del miedo”. Aixa de la Cruz fantasea con la idea de que su hija aprenda técnicas de autodefensa; Gabriela Wiener intenta transmitir a la suya “las lecciones necesarias para dar un buen mochilazo cuando sea necesario”.
“Si mi hija lee esto, tendré que explicarle que mi adolescencia hipersexualizada se debió en parte a mi deseo natural, en parte a la necesidad de ejercer mi libertad sexual, y en parte a mi necesidad de gustar y ser valorada por los hombres. Y le diría que intentara hacerlo todo por las dos primeras razones, no por la tercera”, explica Wiener. “No hipotecaría la libertad de mi hija a cambio de que se librara de sufrir las muescas de la amenaza tangible”, reflexiona De la Cruz. “Porque no quiero que busque el peligro, pero tampoco que se deje amedrentar en su presencia”, concluye.