Tengo que hablaros de la peor cita de mi vida
Me siento obligada a contaros la cita que tuve la semana pasada. No porque fuera mala en el sentido de compadecerte con tus amigos, sino que fue mala de un modo que me traumatizó durante días, destrozó mi autoestima y, sin embargo, me recordó lo lejos que he llegado.
Me explico.
Cuando rondaba los 20, y me odiaba mucho más de lo que lo hago ahora, dejé que personas en mi vida me maltrataran, se alimentaran de mis inseguridades y volcaran en mí sus propias frustraciones sexuales y psicológicas. No es mi única experiencia, y creo que se debe a mi adolescencia, problemas de abandono, y al deseo de tener una figura masculina en mi vida, a pesar de lo destructivo e indigno que ha sido mi tiempo.
Al acercarme a los 30, hago un balance de todas las formas en que he aprendido a cuidar mejor de mí misma. Tengo un terapeuta que me gusta, corro para calmar mi ansiedad y no quiero a nadie que no traiga alegría, amor y apoyo a mi mundo.
Pero después de la terrible cita de la semana pasada, me di cuenta de que todavía hay una serie de cosas demasiado problemáticas que estoy dispuesta a aguantar cuando se trata de una relación romántica.
Lo primero raro que noté en John* (llamémosle así) es que quería quedar el mismo día que empezamos a hablar. No tiene mucha relevancia, pero muestra una falta de respeto por el horario de otra persona.
La cita fue una semana después. Cuando mis amigos me preguntaron cuáles eran mis planes, tuve la tentación de cancelarla y quedarme en casa. Pero, por los mensajes, no vi nada malo en John, y, como pregunté a mi terapeuta una hora antes de la cita: ¿qué es lo peor que podría pasar?
¡Te lo voy a contar!
Llegué al bar a las 18:15. A las 18:52 me estaba terminando la primera cerveza y pensé que, a lo mejor, me habían dejado plantada, cuando un hombre adulto entró en el bar con una camiseta de Barrio Sésamo, pantalones de baloncesto y chanclas.
No espero que un hombre con el que voy a tener una cita se vista de X manera. Simplemente que tenga la decencia de no aparecer en pijama.
"¿Te has puesto eso para trabajar?", le pregunté por curiosidad. "No", se burló. "Llevo traje y corbata todo el día. Quería estar cómodo". Un consejo: hay una diferencia entre sentirse cómodo e ir por ahí con el pene flácido en unos pantalones de baloncesto.
Debería haberme respetado a mí misma y haberme ido en ese momento; y en mi mundo ideal, lo habría hecho. En cambio, me reí de su conjunto y de su impuntualidad y pedí una cerveza. Pasé la siguiente hora excusando no solo su atuendo, sino también su lenguaje y su comportamiento.
No le interesaba nada de lo que yo decía, excepto mi profesión. Tras enterarse de que soy periodista, me preguntó si iba a "contar una historia de Me Too" después de nuestra cita, lo cual le parecía muy divertido. No estaba impresionado con mi lugar de trabajo y, cuando le expliqué que con frecuencia entrevisto a miembros de la comunidad LGBTQ, empezó a usar una palabra peyorativa para describir a las personas transgénero.
"¡No me importa una mierda cómo se diga", dijo cuando le indiqué que podía utilizar otro término. Dijo esto mientras apoyaba un puto pie desnudo, sin chancla, en el taburete que había a nuestro lado. ¡Puaj!
Pero eh, aun así no me fui.
Hizo una broma sobre mirar el culo de otra mujer mientras ella pasaba. "No te preocupes, ya vuelves a tener mi atención", aseguró. Comentó lo suaves que eran mis piernas cuando su mano iba a favor del vello en vez de en contra. Cuando volví a mirarle a la cara, que estaba evitando, había adquirido una cualidad morbosa. Parecía un monstruo.
Y aun así no me fui.
Después de una cerveza, iba a salir corriendo de allí. ¡Resultó que él también! "Bueno, ya no quiero nada más", dijo. "Pero estoy dispuesto a seguir quedando. Mi apartamento está a la vuelta de la esquina".
Yo no quiero. Yo estoy dispuesto. Yo. Yo. Yo. Yo.
Cuando rechacé su oferta, se enfadó. "Ah", dijo, acercando su cara más a la mía, y sus babosas palabras. "Lamento profundamente haberte ofendido".
Antes de tener siquiera la oportunidad de responder, él siguió. "Me voy". Y salió furioso del bar.
Ni siquiera pude irme.
Me levanté con calma, pagué la cuenta y miré el teléfono. Cuando los amigos a los que abandoné por malgastar una hora de mi vida me preguntaron cómo iba, se lo conté. "Te mando un coche", me contestó uno.
Estaba sollozando cuando entré en el coche, en estado de shock y enfadada conmigo misma por haberme quedado tanto tiempo. El conductor, que fue muy amable, me dejó su cargador, uno de esos cortos que se conectan a varios dispositivos. Por alguna razón, eso me hizo llorar aún más.
Así que me senté, encorvada en el asiento trasero, mi oreja apenas llegaba al teléfono, y yo hablaba con mi madre, llorando, mientras el conductor me pasaba los pañuelos y los chicles. (Conductor de Uber, donde sea que estés, gracias. Te quiero).
No soy el tipo de persona que renuncia a las citas por una mala experiencia, y tengo la suficiente como para entender que, aunque por lo general son incómodas, las citas casi nunca son tan malas. Pero no podía creer que en este momento de mi vida (cerca de los 30, sintiéndome más cómoda y segura que nunca) permitiera que me ofendiera, me hiciera sentir incómoda y que, aun así, se sintiera lo suficientemente capacitado como para esperar que yo tuviera interés en ir a su casa cuando todo estaba claro.
Soy humana, y quiero la intimidad de una relación. Solo que no me di cuenta de que había dejado que el deseo de encontrar a alguien superase a mis convicciones éticas. No me di cuenta de lo rápido que estoy dispuesta a renunciar a mis principios ante la idea de que alguien me quiera o desee.
Pero luego pensé en cómo habría sido todo si tuviera poco más de 20 años. En cómo, sinceramente, quizás no habría dejado que se fuera solo, sino que probablemente me habría ido a su casa, incluso después de todo lo anterior.
Porque ya he estado en casa con este tipo de tíos o, mejor dicho, con otra versión de él, en un esfuerzo por sentirme deseada, por que me presten atención, independientemente de lo negativa que sea. Y ahora, unos días más tarde, dándole vueltas al tiempo que he perdido, estoy orgullosa de ese avance.
Que un hombre no se comporte en una cita es muy común. Me doy cuenta de que mis expectativas en los hombres, aunque van en aumento, siguen siendo inquietantemente bajas. Me gustaría pensar que no habrá una próxima vez y, si la hay, que tendré la franqueza como para defenderme y salir de la situación.
O a lo mejor no, y no pasa nada.
A menos que el tío aparezca con una camiseta de Barrio Sésamo y pantalones de baloncesto. Entonces sí la tendré. ¿Vale?
Este artículofue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Lucía Manchón Mora