Serás obediente y prosperarás
Los días del presidente venezolano Nicolás Maduro parecen contados. Probablemente haya sido uno de los peores presidentes de los últimos veinte años en América Latina. La oposición no es mejor, pero le irá mejor. Por dos simples razones. Cualquier puede ser mejor presidente que Maduro, sobre todo, cuando se cuenta con el beneplácito y la ayuda económica de Estados Unidos.
Esta verdad es un patrón rígido que se repite desde finales del siglo XIX. La misma Venezuela ha sido, durante todo el siglo pasado, un país de dictaduras y democracias liberales cruzadas de conflictos sobre la mayor reserva petrolera del mundo.
En 1989, como consecuencia de las políticas neoliberales que el FMI le asignó al presidente Carlos Andrés Pérez y que hundieron al país en una crisis brutal después de la orgía petrolera de los setenta, el descontento popular terminó en el conocido Caracazo, que dejó cientos de muertos. La escalada inflacionaria de muchos años, la corrupción del gobierno y la masacre final fueron premiadas por Estados Unidos. El presidente de entonces, George H. Bush, no llamó al miembro de la oposición para que depongan al presidente, sino que rescató a éste con casi quinientos millones de dólares (más de mil millones de dólares de hoy ajustados por inflación).
Exactamente la misma cifra que pocos días atrás el presidente venezolano intentó retirar en oro del Banco de Inglaterra, pero el secretario de Estado de EE UU presionó al gobierno británico para que le negaran este retiro, ya que la política del jefe es bloquear todos los activos de Venezuela en el exterior.
Este modus operandi con los países petroleros comenzó después de la segunda guerra y el nuevo orden mundial. En 1953, el pueblo iraní tuvo la mala idea de elegir un presidente democráticamente, y Mohammad Mosaddegh, el líder de los laicos, tuvo la mala idea de prometer la nacionalización de los pozos petroleros en manos del alicaído imperio británico. A los ingleses no les gustó esta propuesta electoral y menos que Mosaddegh decidiera cumplirla, por lo cual convencieron a la nueva superpotencia mundial, Estados Unidos, para financiar grupos de desestabilización en el país. Como resultado Mosaddegh debió renunciar y en su lugar las potencias pusieron a un títere, el último Shah, que gobernó hasta la revolución islámica en 1979. El sentimiento antiamericano por esas décadas de infamias no es necesario explicarlo.
La misma historia ocurriría en Guatemala un año después del derrocamiento de Mosaddegh. Otro presidente democráticamente electo, Jacobo Árbenz, prometió nacionalizar (pagando por las tierras el precio declarado en los impuestos) una ínfima parte de las tierras en manos de la United Fruit Company para dársela a los campesinos sin tierra. La CIA contrató al publicista Edward Bernays para desestabilizar al gobierno de Árbenz, lo que logró etiquetándolo de comunista y financiando grupos rebeldes, aparte de la presión directa de la marina y la aviación estadounidense. Árbenz fue sustituido por un títere (según los exmiembros de la CIA, que reconocieron que Árbenz ni siquiera era comunista), a lo que siguió una sangrienta represión y guerra civil que duró décadas y dejó cientos de miles de muertos. Cuando el joven Ernesto Guevara abandona Guatemala tras los bombardeos y se convierte en el Che en Cuba, promete que "Cuba no será otra Guatemala". La historia es muy lógica.
Cuando en 1964 Eduardo Frei le ganó las elecciones a Salvador Allende, no hubo protestas masivas. Washington había financiado al candidato ganador, pero no se supo hasta décadas después, como siempre, cuando la verdad ya no importa o es inofensiva. Cuando, pese a todo, Allende ganó las elecciones en 1970, Kissinger, Helms y otros ya se habían reunido durante dos años para bloquear el triunfo del socialista y, cuando esto no fue posible planificaron el sangriento golpe de Estado que llevó a uno de sus dictadores favoritos al poder. Para desestabilizar a Allende, Nixon había ordenado estrangular la economía. Cuando el golpe se consumó, todos declararon en la prensa que ellos no habían tenido nada que ver.
Cuando Pinochet llegó al poder, el dinero volvió a fluir y siguió fluyendo pese a que en 1976, a través de sicarios cubanos, hizo explotar una bomba en Washington para matar a Letelier, evento terrorista que hoy nadie recuerda. Lo mismo continuó haciendo Washington con el resto de las dictaduras amigas, como la brasileña y tantas otras que asolaban el continente al mejor estilo nazi (y con la ayuda de algunos nazis alemanes, como en el caso de Bolivia): ayudas para el progreso, tsunamis de dólares para inversiones hasta el extremo que algunos, como en México, se quejaron de que no podían absorber tanto dinero. Claro que los intereses eran flotantes y cuando vino la crisis del petróleo y la escalada inflacionaria en EE UU, la FED tuvo que subir las tasas de interés hasta el 18%, lo que hizo crujir y hasta caer a más de una de aquellas dictaduras amigas.
La idea de financiar grupos de rebeldes ya había funcionado cuando Teodoro Roosevelt le arrancó un brazo a Colombia para crear Panamá y así poder construir su canal sin resistencia del congreso de Bogotá. La misma estrategia fue la usada para financiar el terrorismo de los Contras ("Luchadores por la libertad") para desestabilizar al gobierno sandinista que había derrocado a uno de los títeres preferidos de Washington, el último de los Somoza. Lo mismo en El Salvador, and so on.
Por entonces, los asesores de Reagan le recomendaron embarcarse en una aventura fácil para levantar la moral de Estados Unidos por los recientes reveces en Vietnam e Irán. Nicaragua era una pieza fácil.
Ahora Trump, a un año de entrar en su propia crisis, después de una orgía de recortes de impuestos para los supermillonarios como él y una economía estable (esto lo venimos anunciando antes que ganara las elecciones), necesita distraer la atención. Las relaciones carnales con Corea del Norte no funcionaron como estrategia publicitaria. Siempre es mejor la conquista que el amor, la victoria del macho a través de la fuerza que la seducción femenina.
Es aquí que Venezuela, como en los casos anteriores, resulta la pieza ideal. Nada de ayudas multimillonarias como para Andrés Pérez o para Mauricio Macri. Lo contrario: amenaza, bloqueo y apoyo a la oposición.
Pero si mirar a la historia no agrada, miremos el presente: todas las dictaduras de los países petroleros de la península arábiga que son aliados de Washington gozan de prosperidad y buena salud. No importa que Arabia Saudí haya probado hasta el hastío que es una de las dictaduras más brutales del planeta, que encarcela homosexuales y blogueros, que mantiene a las mujeres como ciudadanas de tercera categoría o las condena a muerte por protestar. Son amigos. A Irán, por el contrario, se lo castiga con repetidas sanciones económicas, violando los mismos acuerdos firmados por Washington. No importa que en Irán haya elecciones y las mujeres sean la mayoría en sus universidades. No importa que Irán sea un país mucho más libre que Arabia Saudita o los Emiratos Árabes o Kuwait. Lo que importa es que no se ha alineado a los dictados de las superpotencias occidentales y que, para peor, sea la cuarta reserva de petróleo del mundo.
Sí, Maduro ha sido una calamidad. No supo administrar y menos jugar el juego de Gran Hermano. Sí, cualquier otro va a mejorar la economía. Hasta un niño de diez años podría hacerlo. La culpa es del socialismo. Las dictaduras capitalistas son mejores. Es mejor el comunismo chino, o la monarquía Saudí siempre y cuando protejan a Don Dinero.
Como decía un aviso promocionando matrimonios convenientes que leí de paso por Los Angeles en 1995: "recuerde que cuesta lo mismo enamorarse de un rico que de un pobre".