Biden juró combatir el racismo, pero Búfalo le recuerda que la asignatura sigue pendiente
El presidente de EEUU ha concentrado su gestión en el covid, la inflación o Ucrania y tiene pendiente abordar su reto de coser el país, aunque hay "progresos lentos".
Un torrente de hombres blancos, antorcha en mano, recorre el campus de la universidad de Virginia en Charlottesville, Estados Unidos. ”¡No nos reemplazarán!”, gritan cada poco. Corre el año 2017. Son supremacistas, de esos que se creen mejores que nadie, los únicos, los válidos, los elegidos. Esa imagen impactante llevó a Joe Biden a decidir que sí, que se presentaría a la presidencia de EEUU, porque había que dar “la batalla por el alma del país”.
El ahora mandatario norteamericano ha repetido esta anécdota mil veces desde que apostó por la Casa Blanca. Se sabe que combatir el racismo es una de sus prioridades, pero a día de hoy, año y medio después de su llegada al poder, aún sigue siendo una asignatura pendiente. El tiroteo en Buffalo de hace una semana lo constata. Allí Payton Gendron, un chaval de 18 años, se presentó en un supermercado con ropa de camuflaje y un fusil de asalto y mató a 10 personas, todas de raza negra. Eran su diana. Ni blancos ni cristanos, se lee en los mensajes previos que colgó en Internet. “Que se vayan”, decía sobre todos los que con cumplan con esa doble condición.
Biden, visiblemente conmocionado por el atentado racista más mortífero desde que llegó al Despacho Oval, acudió a la zona a rendir homenaje a los asesinados y habló en términos muy duros sobre el “veneno” de esa supremacía, sobre la necesidad de rechazar “la mentira” de la teoría del gran reemplazo en que se apoyan los xenófobos -que aseguran que las personas blancas están siendo “intencionalmente reemplazadas” por negros, musulmanes o extranjeros en general-, sobre la imposibilidad de que todo un país con más de 329 millones de habitantes se deje “distorsionar” por “una minoría con odio”.
Siguiendo lo que ya enfatizó en su discurso de toma de posesión -y que nunca antes había dicho un presidente de los Estados Unidos-, habló de este problema como un caso claro de “terrorismo interno” que hay que “enfrentar”. “Lo que ha ocurrido aquí es simple y llanamente terrorismo. Terrorismo. Terrorismo doméstico. Violencia infligida al servicio del odio y de una viciosa sed de poder que define a un grupo de personas como intrínsecamente inferior a cualquier otro grupo. Odio que a través de los medios de comunicación, la política y el Internet se haya radicalizado, enojado, alienado, perdido y aislado a los individuos en la falsa creencia de que serán reemplazados”, expresó con gran fervor. De cierre, una promesa, un deseo: “En EEUU no triunfará el mal. Os lo prometo. El odio no prevalecerá. El supremacismo blanco no tendrá la última palabra”.
Los presentes le dieron las gracias, pero también le avisaron de que hay que ir de las palabras a los hechos. Biden prometió coser el país, porque la división generada por su predecesor, el republicano Donald Trump, había quedado como la peor herencia, pero en la agenda se le han acabado colando el coronavirus, la inflación y la guerra en Ucrania y son pocos los avances logrados aún en la materia.
Otras urgencias
Empezó bien, como constata el americanista Sebastián Moreno. Nada más llegar, el 21 de enero de 2021, “aprobó una serie de órdenes para erradicar este racismo sistémico que eran realmente valiosas, en su empeño de dar carpetazo a lo que había hecho Trump antes, que era mucho y pernicioso”. Destaca su intento de “fortalecer las leyes contra la discriminación hacia las minorías en temas de vivienda, combatir la xenofobia hacia los asiáticos estadounidenses y aumentar la soberanía de las tribus nativas americanas”, además de “la eliminación de los contratos del Departamento de Justicia con prisiones privadas”, un paso hacia la equidad ante la justicia penal, tan denunciada.
Los demócratas controlaban -por poco- ambas cámaras del Congreso, Trump había sido desterrado hasta de Twitter y las vacunas contra el covid-19 funcionaban. Todo parecía a favor, pero otras urgencias se antepusieron en la Administración Biden. Dice Human Rights Watch en su informe de este año que el progreso en derechos humanos y en la cuestión racial “ha sido lento”. “El Gobierno de Biden hizo algunos pronunciamientos de gran alcance sobre cuestiones clave como la equidad racial y de género, pero hasta ahora hay pocas pruebas de que las palabras se hayan traducido en un impacto real para las personas cuyos derechos han sido sistemática e históricamente ignorados o pisoteados”, señala Nicole Austin-Hillery, directora ejecutiva del Programa de EEUU de HRW.
“La población negra en Estados Unidos sigue sufriendo importantes disparidades económicas derivadas del racismo sistémico que tiene repercusiones a lo largo de generaciones, y las políticas fronterizas han destrozado el derecho a solicitar asilo mientras los funcionarios someten a los inmigrantes a un trato violento y abusivo”, señala en concreto, algo muy relevante al calor del último tiroteo mortal.
Reconoce que activista gestos “para lograr la equidad racial y de género y proteger los derechos de las personas LGBT”, como que el Comité Judicial de la Cámara de Representantes votase a favor de trasladar al pleno de la Cámara la famosa H.R. 40, un proyecto de ley para estudiar la concesión de reparaciones por la esclavitud, por primera vez en 32 años. “Pero a finales del año pasado este paso histórico hacia la reparación del legado de la esclavitud se estancó en la Cámara”, lamentan. Biden ha llegado a crear un festivo para conmemorar el fin de la esclavitud, el 19 de junio, pero con eso no paran los ataques.
El fracaso es especialmente llamativo en las cárceles y en las armas. A pesar de algunas reducciones en las tasas de encarcelamiento de la población negra, que constata HRW, esta minoría sigue estando “enormemente sobrerrepresentada” en las cárceles y prisiones. “Las personas de raza negra son asesinadas por la policía a una tasa per cápita que triplica la de la población blanca. Las personas negras siguen constituyendo casi el 42% de la población actual de los corredores de la muerte, a pesar de que solo representan el 12,4% de la población estadounidense”, se lee en su informe.
El presidente arrastra el sambenito de que apoyó una ley sobre delincuencia, en 1994, que condujo a un encarcelamiento masivo de afroamericanos y a desigualdades raciales durante generaciones. Desde entonces ha calificado de “error” su apoyo a la norma y ha prometido una nueva dirección para la justicia penal, con planes como un programa de subvenciones que anime a los estados y ciudades a reducir el encarcelamiento, o una ampliación de las alternativas a la prisión para ciertos delitos relacionados con las drogas.
Sin embargo, tras los históricos levantamientos de año pasado contra la violencia policial y el racismo estructural, los grupos progresistas presionan para que se hagan esfuerzos más agresivos para controlar a las fuerzas y cuerpos de seguridad. Y eso aún no ha pasado, cuando la semana entrante se cumplen dos años del asesinato de George Floyd.
Biden ha dicho que ampliará la autoridad del Departamento de Justicia de Estados Unidos para abordar la mala conducta en las oficinas de la policía y la fiscalía locales, una práctica impulsada por Barack Obama. Sin embargo, ha rechazado los llamamientos para retirar financiación de los presupuestos de la policía y reinvertir el dinero en servicios, un debate defendido por la rama más progresista de su propio partido, el demócrata. Él prefiere invertir más fondos en la policía para hacer reformas, incluyendo la diversificación de las fuerzas policiales, la implantación de cámaras corporales y las iniciativas de policía comunitaria. Todo está en pañales.
Brecha social
“Tiene intención, pero le está costando”, resume Moreno. “Sigue habiendo agresiones a comunidades minoritarias, de asiáticos a afroamericanos, pasando por latinos. El país aún está muy polarizado y los episodios de violencia van más allá de un insulto”, insiste. En cuanto a tiroteos, sólo en lo que va de año se han registrado más de 200 “de masas”, con víctimas múltiples. Son datos de Gun Violence Archive, una asociación que lleva las cuentas para azuzar a las autoridades.
Una situación que se complica, de base, con una precariedad social que no tiene, en líneas generales, la población blanca. “Las comunidades negras, latinas e indígenas han sido desproporcionadamente perjudicadas por la pandemia de covid-19, que ha profundizado las disparidades raciales existentes en materia de atención sanitaria, vivienda, acceso a agua potable y asequible, empleo, educación y acumulación de riqueza”, denuncian los redactores del estudio de HRW.
“La desigualdad económica sigue siendo alta y ha aumentado ligeramente en Estados Unidos, aunque la pobreza se redujo en gran medida debido al aumento de las prestaciones del gobierno. La brecha de riqueza entre las personas negras y blancas persiste”: el 19% de las familias negras tienen un patrimonio neto igual a cero o negativo, mientras que solo el 9% de los hogares blancos no tienen riqueza, según Visual Capitalist. Biden siempre defiende que EEUU no es un país racista, pero sí que hay personas que ejercen racismo porque han sido “relegadas en términos de educación, salud y oportunidades”.
En cuanto a la justicia en materia de vivienda, Biden se ha comprometido a restablecer las normas antidiscriminatorias que Trump eliminó y ha promovido iniciativas de desegregación, que aún se están implementando.
La inmigración, en el tintero
Los supremacistas se quejan de los otros estadounidenses y, por supuesto, de los que aspiran a serlo. La inmigración es uno de los caballos de batalla de su odio. Por eso es tan importante, también, que Biden acometa una reforma integral sobre un terreno devastado tras la era Trump. Fueron más de 400 cambios los que hizo en las políticas migratorias de Obama, según denuncian los demócratas, y darle la vuelta a todo eso lleva tiempo. Es entendible. Pero las ONG locales dicen que está sobrepasando el periodo de gracia, que le lleva demasiado.
La coalición Alianza Américas, presente en 40 estados del país y que aglutina a 55 organizaciones, acusó el pasado febrero a Biden por haber traicionado sus promesas al mantener “componentes clave” de los planes trumpistas. “Aunque ha habido algunos avances, la administración continúa defendiendo componentes clave de las políticas migratorias inhumanas de Trump”, sostiene en un comunicado. Sus ideas son “bienvenidas tras la crueldad espantosa y el racismo flagrante de los años de Trump”, pero en áreas clave, denuncian, “la Casa Blanca de Biden sigue defendiendo el espíritu de odio de las políticas migratorias” de su antecesor.
Lo que más les dolía es que Biden restableció el programa “Quédate en México” (los Protocolos de Protección al Migrante o MPP), que obliga a los solicitantes de asilo a esperar la resolución de sus casos en “ciudades fronterizas mexicanas donde no están seguros”, protestan. El Gobierno estadounidense se vio obligado a recuperar este proyecto tras varios reveses judiciales y ha acudido a la Corte Suprema para que los dirima.
En eso de escuda la Administración, que sostiene que algunas normas del pasado necesitarán la intervención del fiscal general y otras todavía tendrán que pasar por el mismo proceso de creación de normas que se utilizó para promulgarlas, tedioso. Muchos de los cambios promovidos por Trump también se han enfrentado a desafíos legales que todavía están vivos en los tribunales.
Las ONG también lamentan especialmente de la falta de avances respecto al Estatus de Protección Temporal (TPS), un programa renovable que impide la deportación y da acceso a un permiso de trabajo para ciudadanos extranjeros que no pueden regresar de manera segura a su país debido a desastres naturales, conflictos armados u otras condiciones extraordinarias. Se aplica a varios Estados centroamericanos pero, como es temporal, debe renovarse cada cierto tiempo.
Los republicanos acusan a Biden, con el eco de los racistas, por tener en marzo, por ejemplo, a 170.000 personas cruzando desde México, un incremento insólito. Las asociaciones lo que denunciaron fue el trato dado a los menores y familias y la respuesta de la vicepresidenta, Kamala Harris, a la angustia de los migrantes: “No vengáis, no vengáis”.
Sin embargo, al fin las ONG le aplauden al presidente que, el mes pasado, abordase el polémico Título 42, una disposición utilizada desde la anterior legislatura que permite expulsar inmediatamente a los migrantes indocumentados, aunque sean solicitantes de asilo, aludiendo a la pandemia de coronavirus. Esta herramienta de expulsiones masivas quedará sin validez esta semana. Ha tardado año y medio en hacerlo. Y que en enero pasado derogase el veto a los viajeros de 11 países musulmanes impuesto por Trump, “arraigado en la animadversión religiosa y la xenofobia”.
Impulsado pero no resuelto tiene el restablecimiento las protecciones para los dreamers o soñadores, personas que llegaron al país sin documentación siendo menores, unos 250.000, que crecieron legalmente en Estados Unidos, pero corren el riesgo de ser deportados cuando cumplan 21 años. En julio pasado, varios legisladores llevaron al Senado y al Congreso sus propuestas y si el proyecto de ley se aprueba pondría fin de forma permanente a esta situación.
“Son políticas que necesitan mucho trabajo y mucho consenso, pero los frentes se le multiplican y los republicanos aprietan, porque es año electoral. En noviembre se celebran las elecciones de mitad de mandato (mid-term election) y será complicado mantener la mayoría parlamentaria. Necesita un sprint final en estas grandes apuestas sociales, pero la economía y la política exterior se están imponiendo, cambiando los planes de Biden. Complicado, pero hay que abordarlo”, concluye Moreno.