Misericordia 8: las nuevas colas del hambre
Breve reflexión sobre la mal llamada 'clase media'.
En el centro de Sevilla hay calles cortas y estrechas que sorprenden al viandante. En San Pedro Mártir, que tiene algo más de cien metros, han nacido Manuel Machado, Rafael de León, Gonzalo Bilbao y Alejandro Sawa. Una vía con un encanto telúrico digna de estudio. Al virar hacia la Encarnación, en la calle Amparo vivía un tigre de Bengala que se asomaba de vez en cuando al balcón, arrastrando la enorme cadena que colgaba de su cuello. Entre toda esta mística, a poca distancia, se encuentra la breve calle Misericordia, donde en el número ocho hallamos un comedor social.
La cola del hambre que veo allí cada mañana se ha alargado por la pandemia. A los sintecho que comúnmente guardaban sitio se han unido personas de la mal llamada ‘clase media’; jóvenes vistiendo ropa deportiva de marcas reconocibles, personas mayores con el semblante de nuestros padres, incluso algún estudiante armado con su carpeta antes de ir al centro de enseñanza. Este diversificado grupo se relaciona entre ellos con cierta naturalidad, como si su situación fuera un trance ordinario, como si fuera la cola de un supermercado donde sueles coincidir con las mismas caras, porque de alguna manera hemos normalizado la pobreza.
A veces choco la mirada con alguno de esos desconocidos y no puedo evitar que sus ojos siempre me resulten familiares. Tú eres un desconocido, yo puedo ser el siguiente, pienso. En silencio me abro paso conjeturando que hubo tiempos mejores, pero en realidad esa suerte siempre nos acechó.
Cada uno va a lo suyo e incluso mucha gente cree que se gasta demasiado en ayudas sociales. En este país nos han ficcionado la realidad hasta hacernos creer que pertenecemos a la clase media. ¿Qué clase media? Si la mitad de los trabajadores activos en España cobra mil euros o no llega a esa cantidad, y encima asedia la voraz inestabilidad laboral. Una mayoría pertenecemos a la denostada clase trabajadora en constante peligro de exclusión social. Solo hace falta no tener una red de apoyo familiar o de amigos lo suficientemente fuerte para caer en la indigencia, y ya ni siquiera es necesario perder el trabajo para verse abocado a guardar cola en un comedor social, sino que también se puede ser pobre teniendo una ocupación.
Desde hace años, los políticos y los medios han extendido la idea conservadora de que si trabajamos duro, no seremos pobres. Nos han inculcado con fiereza escarlata que el problema no es la existencia de clases, sino la existencia del sentimiento de clase. Han acabado con la aflicción solidaria de clase para sustituirla por el tóxico eslogan de que cada individuo progresa exclusivamente con su esfuerzo.
Todas las mañanas, cuando camino por Misericordia, es un bisonte el que camina, atribulado, un poco muerto, me instalo en la derrota como la muerte se instala en los hospitales. Vivimos en un mundo imaginario donde inconscientemente creemos que estamos más cerca de una vida mejor que del abismo. La persona imaginaria habita en un piso imaginario de cuyas paredes penden objetos imaginarios. Y en las noches imaginarias sueña con una ilustre vida imaginaria sin palpitar que alberga más posibilidades de resbalar a un estrato de la sociedad que no tiene nada de imaginario.
No será suficiente refugio vencer al virus si el hambre sigue ahí, no será suficiente leer estas palabras que adolecen del sufrimiento del que padece ahora, no será suficiente que le duela solo a ellos, para cambiar esta historia tiene que dolerte a ti, a mí. Leamos el presente, desaprendamos viejos mantras para ser lenguaje y porvenir.