Mi padre asesinó a dos personas cuando yo tenía 15 años. Ya estoy lista para hacer las paces con él
Tenía quince años cuando mi padre asesinó a mi madrastra y a su amante en 1992. Yo estaba paseando con mis amigos por los alrededores de mi colegio después del partido inaugural cuando él los pilló en su casa al oeste de Nueva York y los mató a balazos.
Cuando mi madre me pidió que me sentara a la mañana siguiente para decirme lo que sabía, me invadieron varias oleadas de frío y tuve que reprimir las ganas de vomitar. Era incapaz de procesar la magnitud de lo que había hecho mi padre y solamente ahora puedo distinguir la repulsión, el impacto, la tristeza y la confusión por sus acciones; la esperanza de que conocer más datos me hiciera comprender mejor esos actos; el embotamiento porque la situación era terrible; la vergüenza de que me asociaran con esos actos. Una vergüenza que iba acumulándose cada vez que The Buffalo News publicaba un artículo al respecto.
Pese al apellido compartido, esperaba que nadie me relacionara con esta historia sensacionalista y yo me guardé para mí todo lo que me explicó mi madre tan bien como pude. Yo creía que matar a otra persona era un acto intolerable. Si yo misma era consciente de esto, ¿qué pensarían mis amigos o mis profesores acerca de él? Y lo que era aún más importante: ¿qué pensarían de mí?
La mayoría de mis amigos no llegaron a conocerlo en persona. No sabían que me había pasado los fines de semana en su casa desde que mis padres se divorciaron cuando yo aún iba a primaria. No sabían que desde que se casó con Ginny, yo intenté adaptarme a una familia mixta con ella y con su hijo durante esos fines de semana, que empezaron a ser cada vez menos frecuentes una vez que empecé el instituto. Además, mis amigos tampoco sabían que siempre había tenido miedo de los cabreos de mi padre, aunque nunca pensé que fuera capaz de matar a nadie.
Como no sabían nada de eso, tenía la esperanza de que mi vida siguiera siendo como siempre. Mis hermanas mayores ya se habían emancipado por entonces, lo cual reducía las probabilidades de que se produjera un comentario o conversación improcedente cerca de mis amigos. Puede que aún pudiera seguir siendo simplemente esa buena estudiante que jugaba en el equipo de tenis del instituto y a la que le encantaba bailar.
Después de que mi madre me contara la noticia, nunca volvimos a hablar de lo sucedido. Me sentía aliviada cuando mi mejor amiga hablaba de ropa, de las letras del dúo Erasure o de los abdominales de Marky Mark (Mark Wahlberg). Cuando un profesor muy atento me envió a hablar con la orientadora escolar, le dije a la psicóloga: "Estoy bien", y salí flechada de su despacho.
Traté de limitar mis interacciones con mi padre y con el sistema judicial. Pese a que iba a visitarlo de forma ocasional con mi hermana al centro penitenciario Erie County Holding Center y a que asistí al juicio y a las investigaciones relacionadas con su caso, consideraba que estas cosas quedaban al margen de mi "vida real".
En lugar explorar las críticas que le hacía la gente —el terror y el desprecio que reflejaban mis propios sentimientos—, hice todo lo posible para demostrar que seguía siendo útil en mi círculo social. A lo largo de los años siguientes, seguí las normas del colegio, encabecé varios clubes y me convertí en la capitana del equipo de tenis. Me eligieron primera bailarina para el musical del instituto. Creé una ruta de senderismo junto con la Asociación de Conservación Estudiantil. Mi planteamiento tuvo tanto éxito que mis compañeros me nominaron para ser la reina en la fiesta inaugural del curso.
Pero claro, mi padre se inmiscuía en mi meticulosamente ordenada vida y hacía que la personalidad que había construido para mí misma se tambaleara. En mi penúltimo año en el instituto, en mitad de mi primera y confusa relación con un chico, fue por fin condenado, lo que propició que se entremezclara mi creencia en mí misma con lo ocurrido en el tribunal. De camino a mi clase de baile, sonó el teléfono: "Hola. Tiene una llamada a cobro revertido desde el centro penitenciario estatal de Nueva York. ¿Quiere aceptar el cobro?". Dejé caer los hombros, apreté los dientes y murmuré: "Sí".
Detestaba cuando mi padre hacía una llamada o enviaba una carta. Las llamadas eran escandalosamente caras y sus cartas eran o bien agresivas (¿Podía hacerle una transferencia bancaria? ¿Por qué no había contestado antes?) o bien eran quejas (tener que dormir en un catre de 60 centímetros de ancho que estaba junto al retrete, que vinieran desconocidos a pedirle o robarle comida, las peleas, los olores, los eructos...). A mí me daban igual sus sentimientos; nunca se había disculpado y sus horribles actos habían puesto mi vida patas arriba. Ya no podía ser plenamente auténtica por su culpa.
Deseaba cortar toda comunicación con él, pero algo me impedía rendirme del todo. A regañadientes, le enviaba cheques para que pudiera comprar la pasta de dientes a la que tenía acceso a un precio prohibitivo y me repetía a mí misma que estaba haciendo lo que haría una buena hija. El verano tras graduarme en el instituto, fui a visitarle por primera vez a la Clinton Correctional Facility, una prisión de máxima seguridad al norte del Estado de Nueva York.
Aunque las montañas de Adirondack que atravesé para llegar a la prisión eran encantadoras, mi experiencia en las instalaciones fue de todo menos eso. Desde someterme a las investigaciones y bruscos interrogatorios y tratar de seguir las normas y procedimientos no escritos hasta una espera aparentemente interminable en la que tuve que permanecer encerrada en una sala de retención, todo lo que pasé allí me dio ganas de llorar.
Culpé a mi padre por haberme metido en esa situación y estaba molesta con los guardias de seguridad. Traté de limitar mis interacciones con él y con el sistema judicial penal. Me esforcé aún más en demostrar mi valía, tanto a la sociedad como a mí misma. Pensaba que si podía hacer de este mundo un lugar mejor, de algún modo repararía una pequeña parte del daño que había causado él con sus dos asesinatos. Y también pensaba que nunca estaría tan estigmatizada como él. Conseguí los mayores honores en la Universidad, me hice profesora y abandoné mi apellido paterno cuando me casé a los 23.
Mis nuevos amigos me decían que era la persona más normal que habían conocido y yo mantenía intacta mi perfecta fachada. Fueron pasando los años. Me mudé a Pensilvania, tuve una hija, luego otra y empecé a dar clases en la Universidad. Mi vida quedaba prácticamente al margen de la de mi padre. Para cuando cumplí los 30, mis visitas a la prisión se redujeron a una al año, si llegaba.
Sin embargo, pensaba constantemente en él. Empecé a escribir sobre nuestra vida juntos, basándome en minuciosas lecturas de mis diarios y recortes de periódicos, y a leer artículos académicos sobre lo concerniente a la prisión y el internamiento. Trataba de comprender por qué hizo lo que hizo y por qué todavía no era capaz de hablar sobre él.
Y a los treinta y pocos años, tuve un hijo. Exhausta por las interminables necesidades de los niños pequeños, las hormonas revueltas y una depresión posparto más intensa tras cada parto, capaz de succionarte hasta el alma, perdí los estribos. Empecé a dar portazos, a chillarle a mi marido y a tener ganas de zurrarles a mis hijos para conseguir que me escucharan (no lo hice). Abrumada, me di cuenta de que tenía en mi interior la misma ira y el mismo miedo que mi padre. Me sentí aterrorizada. ¿Era posible que hubiera heredado su capacidad para hacer daño y destruir? ¿Podía transmitírselo a mis hijos? Necesitaba saber exactamente qué era lo que le había empujado a matar a dos personas. Tenía que resolver mis sentimientos hacia él porque algún día mis hijos querrían saber cosas sobre él. Decirles que su abuelo estaba en prisión por asesinato sin darles también las herramientas para sobrellevar las preguntas que me atormentaban a mí misma no era una opción.
De modo que, dos décadas después de haber salido corriendo del despacho de la orientadora escolar, por fin busqué ayuda profesional para lidiar con todos mis sentimientos y temores reprimidos. Mi terapeuta me dijo que las personas con mayor riesgo genético de desarrollar un alto grado de agresividad también podían ser las personas más cariñosas y sensibles. Enfatizó que la sociedad y la educación desempeñan unos roles en el desarrollo de las personas y pueden moldear cómo se ven a sí mismas y a los demás.
Aunque esto suavizó la imagen que tenía de mi él, no calmó la vergüenza que sentía. Aún estaba esforzándome por superar esto cuando mi padre enfermó, se empezó a sentir más débil y comenzó a mostrarse menos osado. Sus cartas, que hasta entonces estaban saturadas de indignación justificada por el trato recibido en la prisión y lo que sucedía allí, empezaron a girar en torno a sus pensamientos de muerte. Me pidió que investigara costes y opciones de funeral.
Algo cambió en mi interior. No solo me mostró vulnerabilidad, sino que también me di cuenta de que me quedaba menos tiempo para arreglar mi relación con él.
Poco después de eso, sufrió un infarto y no dijo nada hasta que fue suficientemente grave para que la penitenciaría lo llevara a un hospital externo. Cuando mi hermana y yo hicimos el viaje hasta allí, los guardias nos hablaban de nuestro padre como una molestia y no como un miembro de la familia del que fuéramos a despedirnos.
Mantenían vivo a mi padre con varios tubos para respirar, y como yo era la apoderada de sus cuidados médicos, era decisión mía mantenérselos o quitárselos. Su cardiólogo pensaba que aún tenía una posibilidad de seguir luchando. Me describió los procedimientos médicos a los que había sobrevivido mi padre, me dijo que estaba luchando para salvarlo y que quería que se recuperara. Su entrega para salvarlo pese a que se había llevado dos vidas por delante y el hecho de verlo como una persona del mismo valor que las demás me desmontaron. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien de fuera de mi familia había mostrado compasión por él. Se me anegaron los ojos de lágrimas de gratitud. Y le dije que pensaba que lo habían llevado al hospital a morir.
Dado que yo era una de las pocas personas que aún hablaban con él, no fue una sorpresa que su obituario pasara prácticamente inadvertido. Sin embargo, otro prisionero escribió una carta que reflejaba una versión suya que yo había anhelado de forma inconsciente desde 1992: decía que mi padre era un poeta y un defensor de los que no tienen voz, un guerrero contra las injusticias. Dejé escapar las lágrimas que no había derramado cuando me enteré de sus crímenes, cuando lo condenaron, cuando caminaba por los sucios pasillos de la prisión, etc. Durante todo ese tiempo, había tratado de aislarme de sus acciones por temor al rechazo y el repudio de la sociedad, pero toda crítica dirigida hacia él me golpeaba también a mí. El silencio solamente retrasaba e intensificaba mi sufrimiento.
Ya no hay motivo para que no se descubra mi vínculo con sus crímenes. Sin embargo, ahora quiero vincular mi historia para reivindicar que es mi padre. Debo hacerlo. Porque en mi lucha por desvincularme de él, yo misma lo había deshumanizado.
Siempre había creído que las personas que cometen delitos —especialmente si son asesinatos— eran criminales a los que no se les debía dar ningún valor. Nunca había querido pensar demasiado en esto ni encontrar indicios de lo contrario. Sin embargo, esta perspectiva corta de miras era errónea por muchos motivos, uno de los cuales era que no aceptaba la compasión de ninguna otra persona (ni la mía) que estuviera sufriendo debido al encarcelamiento de un ser querido.
Los actos del médico y la carta del prisionero me permitieron ver la humanidad de mi padre. Y por fin me dieron el coraje para reconocer mi propia humanidad.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.