Luché 30 años contra mi cuerpo. Tener una hija transgénero lo cambió todo
Permanezco de pie en el probador, pasándome la mano por la barriga, empujándola bajo la marca de la ropa interior. Me doy cuenta de que el vestido me aprieta un pelín en la cadera. A mis 45 años, no niego que tengo el cuerpo de mi madre, pero a día de hoy ya no me importa. Durante los últimos meses, me he acabado dando cuenta de lo afortunada que soy por tener su cuerpo, un cuerpo que encaja con mi identidad de género, porque este año mi hija Ava me ha confesado que se ha dado cuenta de que ha nacido en el cuerpo equivocado.
Recuerdo ver a mi madre hace años en probadores similares poniéndose falda tras falda en busca de una que tuviera un corte favorecedor en vez de uno que atrajera la atención a sus "áreas problemáticas". "Yo no me permitiré engordar esos 9 kilos de más", me decía a mí misma por entonces. "Mantendré el peso a raya para que la silueta con forma de pera que he heredado de ella no se acentúe", me prometía. Pasé 30 años tratando de mantener bajo control mi predisposición genética, desde los 12 años. Tres décadas enteras criticando mi reflejo en cada espejo y escaparate con el que me cruzaba, librando una guerra contra todo lo que comía o incluso contra la sola idea de comer, hasta que decidí empezar una rutina de ejercicio físico. Y, pese a que había logrado evitar esos 9 kilos de más, era imposible negar los cambios por los que había pasado mi cuerpo en los cinco años transcurridos desde que cumplí 40.
Este día en concreto, mientras estudiaba (sin enjuiciar) mi cuerpo en el espejo del probador, me pregunté qué había pensado mi hija al verme cuando me vestía. Me imagino a mi versión adolescente observando a mi madre cuando se echaba crema hidratante después de ducharse, con las manos deslizándose por sus piernas hasta los muslos y por encima de las caderas, y me pregunto cuántas veces han entrado mis hijos al baño mientras yo hacía lo mismo. Pienso en las diferencias entre cómo veía a mi madre y cómo me ve mi hija ahora. Yo observaba el cuerpo de mi madre y pensaba en la cantidad de "defectos" que tenía, mientras que mi hija me observa y ve lo que solemos definir como un cuerpo femenino, un cuerpo que querría para sí misma.
Me pregunto si ella se pregunta: "¿Llegaré a tener algún día el cuerpo de mi madre?". No lo sé, pero Ava me ha estado preguntando muchas cosas últimamente. Son preguntas directas sobre algún aspecto de su feminidad en desarrollo, pero bajo cada pregunta subyacen pensamientos que no explicita sobre el singular camino que está emprendiendo y todo lo que ha surgido y surgirá a raíz de ello.
"¿Cuánto tiempo crees que tendré que seguir tomando estrógenos hasta que empiece a desarrollar algo de tejido mamario?", me ha preguntado. Yo he pasado años bromeando sobre lo feos y caídos que tengo los pechos (caídos porque he tenido el privilegio de amamantar a tres bebés). Me he quejado cada vez que me han aplastado los pechos al hacerme mamografías y, últimamente, resonancias para vigilar ciertas áreas sospechosas. Me he quejado por la cantidad de ropa que no puedo llevar porque siempre tengo que llevar sujetador, mientras que ella sigue esperando que se le desarrollen los pechos, como si fueran alguna clase de prueba o confirmación de lo mujer que es.
"¿Te has fijado en que la mayoría de las chicas tienen unos muslos que son más anchos y curvados en la parte superior? ¿Hay algún ejercicio que me pueda ayudar a tenerlos así?", me preguntó en otra ocasión. Le expliqué que hay ejercicios que le servirían para desarrollar esos músculos, pero que debería hacer los ejercicios que quisiera mientras le gustaran y que no se debía preocupar por eso. Me vienen a la mente todas las ocasiones en las que me he dado cuenta de cómo se me expanden los muslos cuando me siento en el sofá, o la cantidad de veces que me he recortado las piernas en una foto. Aunque siempre he detestado mis caderas anchas "que facilitan el parto" (el mismo tipo de cadera que tienen mi madre y sus cinco hermanas), mi hija está deseando tomar hormonas para redistribuir parte de la grasa de su cuerpo a esa misma zona. ¿Por qué he considerado siempre que mis muslos y caderas me traicionan (pese a que son justo como tienen que ser) cuando mi hija siente que su cuerpo entero la traiciona?
"Tienes la piel muy suave, mamá. ¿Los estrógenos me suavizarán la piel a mí?", me ha preguntado. ¿Por qué he pasado tantos años combatiendo esta suavidad cuando yo misma recuerdo haberme acurrucado con mi madre y haber pensado que era más cómoda que cualquier almohada del mundo?
Con cada nueva pregunta que me hace mi hija (a mí y al mundo entero, en realidad) me doy cuenta de que no estoy segura de tener respuestas que darle, no las correctas, al menos. Y cada pregunta me conduce de regreso a las mismas de siempre: ¿cómo convenzo a Ava de lo precioso y perfecto que es y será su cuerpo aunque no tenga el aspecto que las redes y la sociedad dicen que debe tener una mujer? Podría optar por no tomar hormonas y no pasar jamás por el quirófano y eso no le haría ser menos mujer. ¿Cómo le hago creer que su valía como mujer no está directamente relacionada con su cuerpo si yo me he pasado los últimos 30 años actuando como si la mía sí dependiera de ello?
Y entonces, justo cuando ya me había convencido a mí misma de que todas estas preguntas podían significar que Ava nunca se aceptaría a sí misma como la mujer que es, hace seis meses dijo algo que me hizo darme cuenta de que ella lo entiende muchísimo mejor que yo.
Estábamos en una sala de espera para informarnos sobre la congelación de esperma para conservar sus posibilidades de tener hijos biológicos en el futuro antes de empezar la terapia hormonal. Acababa de decirle que, pese a que iba a pasar por este proceso, no había ninguna garantía sobre la viabilidad de su esperma dentro de 20 años. Al oírlo, se giró hacia mí y me dijo: "Mamá, no te preocupes, ya lo sé. También sé que seré madre algún día. De un modo u otro, seré madre". Utilizó la palabra madre, no padre. Madre.
Tardé un segundo en asimilar lo que me acababa de decir y la sabiduría que encerraban sus palabras. Pese a todas las dudas, pese a todas las preocupaciones y pese a toda la incertidumbre que está afrontando Ava, sigue teniendo fe en sí misma, en mí y en el mundo que la rodea. Es evidente que tiene todavía muchos desafíos por delante, probablemente más que las demás mujeres jóvenes de su edad, pero en ese momento, su confianza y su valiente visión de futuro fueron un don, y ese don también me hizo llegar cierta paz que no había conocido hasta la fecha.
Solía hablar con mi madre de las ganas que tenía de convertirme en madre. Aunque ahora no tengo prisa por convertirme en abuela, tengo ganas de ver a mi hija convertida en una madre estupenda. Sé que, tenga o no tenga mi "cuerpo de madre", será mucho mejor madre y mucho mejor modelo para sus hijos de lo que yo podría soñar con llegar a ser. Si ya como adolescente entiende que la validez y la fortaleza de una madre no tiene que vez con la capacidad de tener hijos biológicos, en el fondo también sabe que ser mujer y lo que implica es algo que está en la mente y que no está definido por el cuerpo. Si con 14 años ya está más segura de quién es que yo en toda mi vida, no tengo absolutamente nada de lo que preocuparme.
Empiezo a darme cuenta de que Ava y la siguiente generación de mujeres valientes redefinirán todo lo que pensamos sobre las convenciones y los roles de género, sobre los cuerpos de mujer y sobre las expectativas que tiene la gente al respecto. He sustituido la preocupación por agradecimiento por haber tenido una hija que me está enseñando más de lo que yo jamás le podré enseñar a ella. Por todo ello, ahora sé, a mis 45 años, que no voy a seguir luchando contra el cuerpo de mi madre (ni contra el mío). Estoy preparada para aceptarme como mujer exactamente tal y como soy.
Paria Hassouri es madre de tres hijos y pediatra. Le gusta correr, Malbec, Jane Austen y contar historias. Puedes seguirla en Twitter e Instagram.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.