Los disturbios no pueden impedirnos ver la realidad
No se puede culpar a toda una generación por lo ocurrido.
La entrada en prisión del rapero Pablo Hasél ha desencadenado numerosas protestas por todo el territorio nacional abriendo una profunda brecha social y política. Vivimos una situación difícil, dotada de una obsesión —impuesta por los intereses políticos de determinados agentes hegemónicos— por condenar o no hacerlo, por tomar partido, sí o no, a favor o en contra. Nada bueno puede salir de esa tertulia.
No todo es blanco o negro y menos cuando la sociedad se resquebraja por momentos. La escala de grises, en bellas artes, se define como un sistema gradual de colores que cubre un rango limitado entre el blanco, el gris y el negro, pudiendo adoptar el gris hasta nueve tipos de valores distintos. Eso es exactamente lo que no estamos viendo. Hemos vuelto a caer en el mismo error: poner el foco en las consecuencias y no en las causas.
El problema de los juicios morales siempre ha sido el mismo: juzgar un hecho sin ver el trasfondo. Esto impide de un modo u otro hacer un análisis político de lo sucedido. ¿Qué lectura cabe de cualquier acontecimiento sin su contexto histórico?
Ahí fuera existe una generación rota que no es capaz de ver un horizonte, un futuro claro. Esta generación se ha alimentado a base de promesas incumplidas y sueños frustrados. Crisis tras crisis la desesperación ha ido en aumento, como esa llovizna que ni se ve ni se siente, que parece que no moja, pero tras un rato expuesto te cala por completo.
Jóvenes que saben lo que es perder un empleo, no encontrarlo y no llegar a fin de mes viendo que la nevera de casa no está llena. Jóvenes que entienden de ansiedad, de desesperación, de no dormir por las noches pensando en el mañana, de depresiones y de un largo sinfín de sufrimientos.
Si pensáis que todo lo que está ocurriendo responde únicamente al encarcelamiento de un cantante estáis muy equivocados. Lo sucedido es consecuencia de un caldo de cultivo neoliberal que se abre camino a través de la desesperación de muchas personas al ver hacia dónde se tuerce siempre la doble vara de medir. La ley es igual para todos, pero la justicia no. Existe una justicia para los de arriba y otra para los de abajo.
¿Recordáis la manifestación de Núñez de Balboa? Esa en la que Cayetanos, Carlotas y familias de apellidos compuestos exigían libertad a golpe de cacerola sin haber tocado una antes. Esa que se convocó sin autorización y en mitad de un confinamiento mientras el resto de la sociedad —en pisos de 50 metros y conviviendo hasta tres familias en una misma vivienda— sufría realmente la situación. ¿Cuántos palos cayeron entonces? ¿Cuántas detenciones se produjeron?
Las comparaciones son odiosas. Por un lado, las denominadas marchas por la libertad —organizadas por partidos de extrema derecha—, las manifestaciones contra la Ley Celaá, las concentraciones negacionistas —que ponían en peligro la salud pública— y el reciente homenaje neonazi a la División Azul en Madrid son claros ejemplos de consentimiento e impunidad.
Por el contrario, pudimos ver actuaciones desmedidas en manifestaciones a favor de la sanidad pública y contra los confinamientos selectivos el pasado septiembre en Madrid. La última semana una joven perdía el ojo en Barcelona. A estas situaciones se añaden los disturbios en Linares (Jaén), iniciados por una brutal agresión de dos policías en la terraza de un bar a un padre y a su hija de 14 años, el que se disparaba a otro joven en la pierna “por error”.
La deriva del discurso actual es problemática. No se puede culpar a toda una generación por lo ocurrido. Me preocupa que, de todo esto, la única conclusión que saquemos sea la condena y no la escucha.