Las perversidades del fútbol profesional de élite
La belleza griega del deporte y el significado del juego nada tiene que ver con lo que estamos contemplando.
Más de un lector me abucheará por este artículo. Quizás me eliminen de un manotazo, ¡pam!, para siempre más de sus lecturas. Pero qué quieren que les diga: no he sabido prescindir de ello al leer que la semifinal de la Supercopa de España entre los dos colosos del fútbol español, el Barcelona y el Real Madrid, se jugó en Arabia Saudí. A medida que leía el artículo que lo contaba abría los ojos como unas naranjas. Y lo que terminó de dorar la píldora en mi estupor fue la condescendencia que se dispensó a las mujeres, que, para que pudieran asistir al partido, las confinaron en un espacio separado de los hombres. Bueno, de hecho, es desde 2018 que las mujeres saudíes han recibido la gracia divina de poder visionar deportes directamente en el campo, sea solas o acompañadas de un hombre, pero siempre desde un espacio reservado para las familias.
Me gustan los deportes pero nunca he sentido en mi piel la lealtad desbordada propia de una hooligan por un equipo. Soy una seguidora “normal” del Barça. Admito, pues, que haya seguidores de equipos. Forma parte del juego. Del deporte. Pero de lo que estoy hablando ahora es de los sentimientos exagerados.
De pequeña me gustaba mirar los partidos de fútbol. Mi madre —sobre todo ella, más que mi padre— no se perdía ningún partido del Barça. Un gol del Barça al equipo contrario y se emocionaba con unas alegrías exuberantes, y cuando perdía, las emociones estallaban en un patente malhumor (que duraba poco, todo hay que decirlo). Y, claro, yo también me emocionaba. Si a ella le gustaba el fútbol, a mí también. Como también me divertía seguir los fichajes, los cambios y las rotaciones de los jugadores (y hacer álbumes de “cromos” con mis hermanos) hasta que, de mayor, me di cuenta de que los jugadores de élite se iban hacia dónde estaba el dinero en vez de permanecer con sus simpatizantes y seguidores. ¿Y su lealtad? ¿Dónde estaba? Sólo los simpatizantes y hooligans eran leales al club al que se sentían pertenecientes. Y esto empezó a mosquearme.
¿De qué se nutre la pasión que sienten algunas personas por los equipos deportivos? ¿Por qué estos sentimientos de identidad tan extremadamente desgarradores de los hooligans hacia los clubs de deporte? ¿Cuáles son sus motivaciones? En 1970, el psicólogo social Herny Tajfel publicó un trabajo titulado Experimentos en discriminación intergrupal, que ha resultado ser uno de los más primordiales en psicología social. No puedo extenderme, hacerlo significaría escribir un manual; pero intentaré explicar, muy someramente, los aspectos clave que nos interesan para poder responder a las preguntas que he planteado.
El principio más importante del orden social subjetivo que construimos para nosotros, los seres humanos, es la clasificación de los grupos en “nosotros” y “ellos” y, dijo Tajfel en una frase que hiela, “lo haremos aunque no haya razón alguna en términos de nuestros intereses personales”. Y más aún, desde el momento en que alguien se convierte en una parte de ellos acostumbramos a apartarlo, a descartarlo, a competir, acostumbramos a discriminarlo. ¿Qué sacan, los simpatizantes, los seguidores, aparte de que el equipo de pertenencia gane el equipo rival? Nada objetivamente tangible. Sólo suman o restan sentimientos de autoestima. Y suman autoestima sobre todo cuando el grupo contrario ha obtenido menos que ellos. Lo importante no es sólo que el equipo identitario gane sino, y sobre todo, que el otro equipo pierda. Esto es lo más relevante. El hecho de que “ellos”, los “otros” que no son “nosotros”, hayan perdido.
El Homo sapiens, la especie sàpiens, evolucionó porque formaba grupos y se protegía cobijado en estos grupos. Evolucionó porque creó la vida social. Formar parte de un grupo que prosperaba significaba la supervivencia. Ser apartado del grupo propio o que el grupo fuera pisado por los enemigos significaba la muerte. Sentirse abandonado por la comunidad, el oprobio de los demás, la ignominia, el agravio, la soledad que puede significar, nos enferma. El mecanismo es evolutivo; los cerebros ancestrales eran plenamente conscientes de que necesitaban vivir en grupos para sobrevivir. Para no caer enfermos de soledad y abandono. Para subsistir. No debe extrañarnos que hayamos evolucionado sintiendo que lo que está en juego en la pertenencia y el estatus del grupo es una cuestión de vida y muerte. Es decir, nuestros cerebros son un profundo reflejo de un tiempo evolutivo. Estamos exquisitamente equipados para movernos y gestionar los pequeños grupos que definieron el mundo de los cazadores y recolectores.
¿Qué tiene que ver todo esto con los deportes, los equipos, los clubes, los simpatizantes y los hooligans? ¿Y con las mujeres? Los clubes deportivos son una fuerza tan poderosa en la sociedad precisamente porque se aprovechan de los instintos primarios que pulsan en nuestras mentes. El hecho de que los equipos generen tan brutal lealtad (incluso cuando los profesionales de élite muestran un cinismo abrumador cambiando de un equipo a otro por motivaciones exclusivamente pecuniarias que, incluso, rozan el ridículo y la avaricia más repulsiva) sólo nos dice, una vez más, lo que Tajfel y sus colaboradores nos han demostrado repetidamente en sus investigaciones: un grupo no tiene por qué basarse en criterios objetivamente importantes para convertirse en una parte relevante de nuestra identidad propia y sentir rechazo hacia quienes están fuera de sus fronteras.
Nos resguardamos en grupos para sentirnos protegidos. Lo que se es, la autoestima, el valor psicológico de la propia persona, se define en la pertenencia a los grupos sociales, grupos de ocio, deportivos, políticos, nacionales… Lo que ocurre es que, en ocasiones, la identidad a un grupo puede ocupar casi toda la identidad personal. Es decir, el sentimiento de pertenencia a un grupo puede llegar a ser tan relevante e importante para la autoestima personal que incluso desplaza la identidad o sentimientos de pertenencia que la persona pueda compartir con otros grupos. Entonces, la protección, la defensa del grupo (la identidad de ese grupo tan central, único y significativo para la autoestima personal) será descarnada. No hay ambigüedades. Se va a por todas. Son los hinchas, los hooligans.
Para mí el problema de todo esto radica sobre todo en las iniquidades y abusos que este cuadro sociopsicológico supone; desgraciadamente, la pasión de la gente por el fútbol, la necesidad gremial del ser humano de la cual no podemos deshacernos, también significa que se permiten perversidades a la altura de un campanario. Incluso ciega a personas que son normalmente cabales y clarividentes. Y así vemos a todo tipo de gente sentada en las gradas y en cómodos sofás frente a televisiones que, totalmente ofuscados, con su identidad de pertenencia a un equipo rebosante de autoestima, no se cuestionan que, por ejemplo, las piernas de un futbolista valgan sumas multimillonarias mientras millones de niños y niñas mueren de hambre; y no creo que decir esto claro y alto sea en lo más mínimo demagógico. La mente hace estas cosas, no quiere saber ni ver lo que no le interesa ver ni saber. De ninguna manera estoy diciendo que el deporte del fútbol sea malo ni absurdo en sí mismo (quiero resaltar que ningún deporte estipulado como tal arrastra adjetivos negativos por mi parte).
Ya pueden pasar millones de años que esa necesidad de pertenencia a grupos está tan enclavada genéticamente que domina emocionalmente todas las formas de comunicación y relación grupales. Quien consiga alinear estas emociones con sus intereses particulares, tendrá un poder inalcanzable. Inmenso. Y eso es lo que ocurre con el fútbol de élite. Los sentimientos de identidad a los clubs de fútbol esconden hechos de una inmoralidad escandalosa, y además son aprovechados para hacer dinero a mansalva. La suma millonaria de dólares que se hace con el fútbol de élite hace más millonarios a los millonarios.
Son éstos los que de verdad se aprovechan; la economía social que genera el fútbol de élite es irrisoria comparada con las torrentadas de dólares que circulan por los bolsillos de estos magnates. También debemos tener en cuenta el juego político de los estados autoritarios y autocráticos de Oriente Medio que, gobernados por las élites económicas, con una riqueza extraordinaria en hidrocarburos, pretenden blanquear su imagen intentando construirse una apariencia de países abiertos. No nos dejemos engañar; la realidad de desigualdad y autoritarismo de estos países no va a cambiar si no es con hechos democráticos reales, tan improbables como impensables.
El negocio del fútbol de élite arrastra, pues, perversidades escandalosas. Y todo el mundo cierra los ojos ante esta evidencia. Además no debemos olvidar que esta afluencia de emociones que nubla las mentes, incluso las más clarividentes, ha consentido, una vez más, la discriminación de la mujer. Hemos tenido que contemplar como a las mujeres (tanto las oriundas de Arabia Saudí como las acompañantes de los futbolistas, entrenadores, empresarios y seguidores) se las situó en un espacio separado, como si dijéramos detrás de unas rejas, porque, con la condescendencia más lastimosa, se les ha permitido ver el partido. El imaginario que existe en las mentes humanas de esta manera de hacer social hacia las mujeres es revulsivo.
¿Esto debe tolerarse? La violencia psicológica es tan evidente, tan expuesta abiertamente, que se transforma, por si fuera poco, en violencia física. Las mujeres que nos sentimos pertenecientes al grupo del género femenino (un grupo sin duda biológico con toda la rémora de estereotipos sociales, prejuicios y discriminaciones; con la rémora de tener que luchar contra la dictadura del patriarcado) vivimos muy mal estas vejaciones. Claro que la autoestima conseguida con tesón (incluso con dolor) no nos la empruntan estos hechos. En todo caso nos llenan de rabia. Hemos conseguido entrar en el ámbito público (un ámbito que nos ha sido históricamente vedado) y, de repente, nos damos cuenta de que es pura mentira, que en nombre del fútbol de élite todo se autoriza, todo se pasa por alto. Incluso permitir de forma descarnada la evidencia de la discriminación de la mujer.
La belleza griega del deporte y el significado del juego nada tiene que ver con lo que estamos contemplando.