Las metáforas que nos ha dejado esta pandemia
¿Es correcto el empleo de metáforas belicistas para explicar un epifenómeno epidemiológico? Probablemente, no.
Una de las mejores lecciones que hemos aprendido de la historia de la filosofía es que al homo sapiens le gusta el carácter narrativo, interpretamos el mundo que nos rodea a partir de relatos y en ellos juega un papel destacado la metáfora.
Junto con otras figuras retóricas, como son la metonimia y el símil, la metáfora nos ayuda a comprender los fenómenos abstractos. Pero hay que tener presente que, en ocasiones, las metáforas actúan como un asidero de esclavitud, sometiéndonos a su propia voluntad, hasta el punto que su peso nos puede resultar abrumador. Vamos a intentar diseccionar algunos aspectos semánticos relacionados con las metáforas conceptuales y su impacto en el discurso sanitario.
En el siglo diecinueve la enfermedad maldita por excelencia era la tuberculosis, la llamada “peste blanca”. Durante mucho tiempo se pensó que la sufrían las personas que albergaban pasiones violentas y aquellas que eran de naturaleza enfermiza, asumiendo que se trataba de una patología de la vitalidad. En Armancia de Stendhal la madre del héroe llega al extremo de rehusar decir la palabra “tuberculosis”, pensando que con el simple hecho de nombrarla se podría acelerar el curso de la misma.
En torno a la tisis floreció un aura de romanticismo que comenzó a corroerse en 1882 cuando se descubrió el agente casual –el bacilo de Koch– y terminó por extinguirse a mediados del siglo pasado con la aparición del primer antituberculostático, la estreptomicina.
A la tuberculosis le siguió el cáncer, desde la década de los setenta hemos asistido al nacimiento de una semántica belicista, no siendo raro emplear expresiones como: batallamos contra la enfermedad, hay que tratar agresivamente a las células invasoras, al cáncer se le vence, los pacientes son unos luchadores…
En 1981 fuimos espectadores del nacimiento de una nueva enfermedad, el sida. Como en todas las epidemias brotaron las inquietudes y los miedos, y las emociones tiñeron durante mucho tiempo el verdadero origen de la pandemia.
En sus inicios se fraguó una simbología religiosa con tintes reaccionarios, se hablaba de castigo divino, de plaga bíblica… Unos términos que terminaron por estigmatizar a los enfermos.
Desde el inicio de la pandemia actual los medios de comunicación se han hecho eco de un lenguaje castrense para referirse a la COVID-19, unos términos más propios de un conflicto armado que de una enfermedad infecciosa. Se han empleado metáforas como: doblegar la curva, estar frente a un enemigo invisible, los sanitarios trabajan en primera línea de batalla, se combate en las trincheras…
¿Es correcto el empleo de metáforas belicistas para explicar un epifenómeno epidemiológico? Probablemente, no. Pero vayamos un poco más allá. Actualmente nos encontramos inmersos en un estado de alarma -literalmente significa “a las armas”- cuando quizás se debería haber decretado un estado de “alerta” (del italiano ergere, levantar). Y es que la guerra es un estado de excepción que está regido por unas reglas de juego muy diferentes a las que nos enfrentamos los médicos en las epidemias.
Muy probablemente, su empleo no haya sido casual, las metáforas, como dijo hace varias décadas Susan Sontag, se tiñen de emociones y sentimientos, y se han usado como un subterfugio para apelar a razones éticas en un momento en el que era difícil movilizar a la ciudadanía.
Me hubiese gustado leer y oír términos muy diferentes, tales como sacrificio, abnegación o empatía; y aquello que Aristóteles denominó “amistad cívica”, que no era otra cosa que un proyecto de encuentro de la ciudadanía.
¿No habría sido más correcto haber calificado a esta situación como “estado de solidaridad”? Puesto que lo que pretendemos realmente es el sacrificio individual -quedándonos en casa- en aras del beneficio del conjunto de la sociedad.