La primera vez que vi pornografía infantil
Soy un veterano en la lucha contra la explotación sexual de menores a través de Internet. Llegué a la Brigada de Investigación Tecnológica de la Policía Nacional en 2004 y, desde entonces, he trabajado en la especialidad, con la única interrupción de los dos cursos de ascenso que he pasado. Solo quedan tres personas que hayan dedicado más tiempo que yo a ello. Uno de ellos es el inspector jefe que dirige la sección, que empezó como jefe de grupo. Es mi amigo y mentor, quien me ha enseñado casi todo lo que sé. Hoy ya está cercano a la jubilación. En "Las andanzas de un policía tecnológico" hablo de él varias veces.
El dos de noviembre de aquel año me presenté allí tras haber sido aceptada mi instancia. Hacía tan solo seis meses que era funcionario de carrera y había pasado ese tiempo en Seguridad Ciudadana, con poco contacto con los grupos de investigación. Nunca había pisado una Brigada Provincial de Policía Judicial —los que resuelven los delitos mayores—, mucho menos en la Comisaría General de Policía Judicial —que hacen lo mismo pero con atribuciones en todo el territorio nacional, como el FBI de las películas—. Eran unas instalaciones modernas y diáfanas, aunque distaban, en equipo y personal, de lo que es hoy la Unidad Central de Cibercrimen. Han pasado catorce años y se nota en todo. También en el incremento de la delincuencia informática, consecuencia lógica de la penetración de la tecnología en la sociedad.
Casi por azar acabé en un grupo de, como se llamaba entonces, Protección al Menor, el delito que, de todos, menos me apetecía investigar, por su dureza y sus connotaciones. Pero, como nuevo en un trabajo que era, no dije nada. Y ahí sigo.
Se estaba preparando una gran operación que iba a conllevar la detención de muchos consumidores de pornografía de menores, y mi primer trabajo, dado que no sabían todavía lo que era capaz de hacer, fue organizar las imágenes que cada uno había descargado y descartar aquellas donde se pudiera suponer un error de apreciación —ya sabéis, in dubio pro reo—. Una inspectora me empezó a explicar qué imágenes eran indudables y cuáles no. Ese preciso instante fue mi primer encuentro con la pornografía de menores. Fue tal shock que mi cerebro no procesaba lo que estaba viendo. Una de las primeras fotos en las que tuve que decidir, todavía bajo su supervisión, mostraba el abuso de una mujer sobre un niño de unos seis años. Hoy sé que es una de las más consumidas y que ya entonces era antigua. Yo no lo veía. Cuando me preguntó "esta sí o no" respondí con una rotunda negativa. Incluso aunque insistió, no me encajaba. Acabó mirándome con cara de "éste es un pedófilo asqueroso". No lo era. Es que no lo asimilaba.
Después, ese mismo día, cuando tuve que repasar de una en una las tres mil imágenes y los engranajes de mi cabeza volvieron a girar, me di cuenta de lo que había visto y lo que había negado. También, el bombardeo de abusos sexuales me obligó a parar tres veces aquella tarde y salir a tomar el aire fuera del edificio, porque estaba teniendo ganas de vomitar.
Desde entonces hasta ahora, me he endurecido. Ya no me afecta de esa forma, pero algunas imágenes las llevaré siempre dentro. Los ojos de una niña peruana que miran a la cámara con tristeza infinita. Los horrores que un alemán cometía sobre un bebé de pocos meses. Las barbaridades de Peter Scully en Filipinas, de las que hablo en "La Red Oscura". Ser capaz de aguantar un vídeo en que una niña llora mientras la violan no quiere decir que no sienta dolor y rabia con cada fotograma. Pero hay que estudiarlo, hay que desmenuzarlo para encontrar el detalle que nos llevará a dar con el autor y rescatar a la víctima.
La adaptación no es muy diferente a la que lleva a cabo un agente de Homicidios, con la ventaja de que las imágenes no huelen y el hedor de un cadáver puede ser difícil de tolerar por más que se hayan visto.
Yo, mientras el Cuerpo me quiera ahí, seguiré al pie del cañón, luchando por rescatar más niños y detener a más abusadores sexuales. Evitando que esos contenidos se consuman para salvaguardar a las víctimas. Porque se me da bien. Porque me siento bien cuando lo hago.