La lotería de la guadaña

La lotería de la guadaña

Que sea tarde y sin enterarnos, y que parezca que estamos durmiendo, eso es lo que nos deseamos.

.Carlos Alejándrez "Otto"

Que lo de estar vivo es provisional se sabe desde hace mucho. Puedo imaginar la extrañeza de Caín cuando vio que su hermano no se movía tras recibir el certero golpe de la quijada.

El grito que prolongó el eco espantó a la serpiente, que estremeció la hierba con su relámpago de plata. 

No había sido nada especial; tantas veces se habían golpeado jugando. Puedo también presentir su desesperación cuando comprendió que Abel no despertaría nunca de aquella siesta. Y su angustia al intuir que, algún día, él también dormiría perennemente.

Dos lágrimas de moscatel humedecieron la hoja de parra que Caín utilizaba como mascarilla.

Mucho sueño me parece para un adulto”, dijo Gila ante la víctima de Jack el Destripador.

Con la misma circunspección, los negros del Sur profundo, conservados en bourbon, hijos del dolor soñados por Faulkner llaman a la muerte “la vieja mecedora”.

Lo cierto es que vivimos como si ignoráramos que vamos a morir. Falsa ignorancia que nos permite hacer planes de futuro, optar al olvido y seguir despidiéndonos con un hasta mañana o ya nos veremos.

Creer que somos inmortales nos lleva a coleccionar año tras año una ristra de muertes ridículas y risibles; ya sea la cosecha de los que se estampan contra el empedrado cuando intentan alcanzar la piscina desde un balcón, o el surtido grupo de los que anhelan hacerse un selfie al borde de un acantilado o en un malecón baldeado por el oleaje.

Para los descreídos, traigo a esta página el testimonio de Jorge Luis Borges, vestido de payador para la ocasión:

Se cuenta que una mujer

fue y lo entregó a la partida.

A todos, tarde o temprano, 

nos va entregando la vida

Que sea tarde y sin enterarnos (el compasivo alzhéimer desgranará su nana), y que parezca que estamos durmiendo, eso es lo que nos deseamos.

Supongo que es también el deseo del juez que firmó la sentencia de muerte de Salvador Puig Antich; juez felizmente jubilado en la actualidad, para el que se ha desestimado la denuncia por delito de lesa humanidad, atrincherado el tribunal en la Ley de Amnistía de 1977.

A Puig Antich le dieron garrote tras condenarlo por la muerte de un policía durante un tiroteo. En su juicio no faltó ninguno de los ingredientes propios de la cocina de la época: presiones, testigos débiles, irregularidades de procedimiento... Se lo cargaron porque era anarquista y porque en 1974 andaban sus señorías bastante nerviosas con la situación venidera y les pareció bien llamar al orden de una manera, digamos, contundente.

¡Ay de ti si eres negro o hispano y no dispones de dinero para pagar a uno de esos abogados capaces de demostrar que la víctima expiró por una indigestión de plomo!

Para disimular, su ejecución coincidió en día y hora con la de Heinz Chez, un alemán que había disparado contra un guardia civil en el bar de un camping. Ese no era su verdadero nombre ni la biografía que se dio a conocer era auténtica. La verdad se ocultó a todo el mundo, incluso a su abogado. El teutón no tuvo siempre un traductor a su lado, ni llegó a comprender del todo la película, un guion escrito al alimón por Franz Kafka y Mariano Ozores, de la que era protagonista.

No les costará mucho rastrear su historia por esta red sin secretos. Quede constancia aquí de que a Chez le tocó verdugo novato que no se aclaró con el artilugio (“la palomilla”, gritaría don José Isbert desde el otro lado de la reja) y el tornillo que le tendría que haber roto el cráneo al instante lo estuvo barrenando durante incontables minutos.

Aún peor tortura es la de saber a ciencia cierta la fecha y la hora de la propia muerte.

El sadismo oficial de todos los implicados en una ejecución, desde el juez que dicta el plazo al capellán que llena los últimos momentos de charla vacía, pasando por los carceleros (no siempre inmunes al paso de los días), o el verdugo que no tiene inconveniente en esperar a que las manecillas se coloquen en la hora exacta; semejante crueldad me parece argumento sobrado para erradicar la pena de muerte.

Borges, otra vez, imaginó la pesadilla despierta del condenado que cada noche anticipa cómo será ese momento. Para él, la muerte efectiva no es más que la continuación del sueño atroz en que está atrapado.

Por si no bastara, la lista de tropelías, errores de bulto, sentencias dictadas por el prejuicio, indefensión jurídica de los pobres y demás aditamentos que adornan el cadalso, convierten la ley del talión que aún no hemos desechado en un desatino, uno más, que marca nuestra inmoralidad como especie.

Se puede ser ahorcado por homosexual, decapitado por ateo, fusilado por disidente (y a la familia le cobrarán las balas), lapidada por adúltera (y hay tribunales dispuestos a considerar adúltera a la mujer violada)… se puede ser gaseado, inyectado, electrocutado o colgado del cuello por un delito de sangre si uno lleva alguno de los boletos ganadores en la siniestra lotería que de cuando en cuando da una vuelta a su bombo de lutos.

A Puig Antich se lo cargaron porque era anarquista y porque en 1974 andaban sus señorías bastante nerviosas con la situación venidera y les pareció bien llamar al orden de una manera, digamos, contundente.

O ser juzgado en uno de los muchos estados de los Ídem Unidos que mantiene vigente el castigo. ¡Ay de ti si eres negro o hispano (las estadísticas al respecto son aterradoras e irrebatibles) y no dispones de dinero para pagar a uno de esos abogados capaces de demostrar que la víctima expiró por una indigestión de plomo!

Hace casi un siglo, Sacco y Vanzetti no tuvieron la oportunidad de analizar su situación. Unas pocas horas de juicio viciado, un juez que los consideraba, y así lo dijo, enemigos de las instituciones, un jurado racista, pruebas manipuladas sin disimulo… fueron condenados en el mismo momento en que se decidió su detención. Como Puig Antich, murieron por desear un futuro en anarquía.

No puedo reprimir un estremecimiento cuando releo las últimas cartas de Vanzetti (un humilde repartidor de pescado) a su familia desde la Casa de la Muerte.

“¡Soy inocente¡¡Puedo levantar la frente!¡Mi conciencia permanece serena y limpia! Y ningún veredicto, ningún juez Thayer, ningún gobernador Fuller, ningún estado reaccionario puede transformar en asesino a un inocente”.

“Quién puede culparme por amar demasiado la libertad”. 

“¿Por qué he sido privado de cuanto hace agradable la vida?”

“Ningún reflejo de la propicia naturaleza del cielo azul y sus esplendidas tramontanas penetran las tétricas prisiones, construidas por los hombres para los hombres ′en la cárcel si abres la ventana entra la oscuridad” (gracias, Alvite).

Rebosantes de ternura y tristeza las palabras de la niña de Sacco con ocho años: “Todas las tardes mamá nos dice que volverás. Te esperamos Dante y yo escondidos tras la puerta para saltarte por sorpresa al cuello y abrazarnos. Muchas veces mamá me mira a los ojos y llora. ¿Por qué?

Yo quiero que tú vuelvas para saltar de nuevo en tus rodillas como en aquellos días en los que mamá cantaba y reía siempre. Mientras te escribo, Dante se ha quedado dormido sobre la mesa. Ayer tuvo fiebre y esta noche, por esperarte, no ha querido irse a la cama. Pero tú, como siempre, no has venido”.

Los Rosemberg acabaron electrocutados por espionaje a favor de la Unión Soviética. La histeria de la Guerra Fría apretó el conmutador de una sentencia desaforada; me temo que la mezcla de judaísmo e izquierdismo que exhibía el matrimonio, demasiado sucia para la sociedad estadounidense, puso la corriente eléctrica.

Ante los juzgados de la Plaza Castilla, por los que a veces paso de vuelta del mercado, veo la cansada sombra de los gitanos ocupando la acera y pienso que no puede ser casualidad, tampoco aquí, que sean los que ostentan título de pobre quienes llenan las agendas de sus señorías.

Sé de una colega especializada en cenas de despedida que se sintió dolida al comprobar que el reo se había dejado media lasaña.

Bajo otro cielo, la peor suerte la corren quienes han delinquido en un estado rico.

Cuando California se declaró en quiebra, el gobernador decidió derogar la pena de muerte, porque era más económico mantener al preso de por vida, a razón de tres comidas diarias, que afrontar el gasto que provocan apelaciones tortuosas nuevos juicios y reiterados aplazamientos… hasta que la mano siniestra baja el interruptor.

Y cierto gobernador cicatero limitó la última cena a especialidades locales para esquivar el gasto suntuario de algunas comandas.

Otro, aún más grotesco, ordenó que se desterraran grasas e hidratos del postrer banquete, pues suponían un mal ejemplo para las políticas de hábitos saludables fomentadas por los gestores de lo público.

La nota de austeridad la puso un infeliz que para su última cena pidió un guisante y, ante la perplejidad del funcionario, farfulló que lo hacía con la esperanza de que algo bueno germinara en él.

Y sé de una colega especializada en cenas de despedida que se sintió dolida al comprobar que el reo se había dejado media lasaña. “¡Y le había puesto auténtico parmesano en vez de grana padano! Que falta de cultura y delicadeza”.

Digo yo que el hombre andaría pensado en otras cosas.

Inyectar sustancias letales (no tan indoloras como pensamos) es, desde luego, un ejemplo a seguir.

Truman Capote sufrió durante el tiempo en que los protagonistas de su obra maestra apelaron y solicitaron clemencia. Temía que una conmutación de última hora diera al traste con su gran alegato contra la pena capital. Por suerte, no sé para quién, no hubo piedad: se abrieron los tablados y todos pudimos leer A sangre fría.

Del escrutinio de la guadaña saco esta lotería de números:

Francesc Ferrer i Guardia tenía 50 años.

Bartolomeo Vanzetti, 39.

Niccola Sacco, 36.

Heinz Chez, 30.

Salvador Puig Antich, 25.

El hijo del carpintero (también ejecutado entre delincuentes), 33.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”