La guerra contra las drogas ha fracasado
Con esta frase, el presidente Petro llamó la atención del mundo en la última cumbre de Naciones Unidas y puso sobre la mesa una verdad incómoda: la persecución y la criminalización no ha hecho más que incrementar el consumo.
(Este artículo ha sido redactado conjuntamente con Alberto Muiños, asesor político en América Latina)
Sabemos que hablar de drogas, y sobre todo su despenalización, es un tema que admite mucha controversia, opiniones encontradas y existen más perjuicios que razones. Por eso creemos que es necesario, tal y como hizo el presidente colombiano, abrir todas las discusiones posibles para abordar una problemática en auge, exponer las herramientas con las que se ha venido confrontando a lo largo de las últimas décadas y abordar nuevos horizontes al respecto.
Actualmente hay un mayor volumen de narcóticos en el mercado, más activos de procedencia ilícita, más presos, más recursos policiales en su lucha y más adictos. ¿Cómo hemos llegado a esto? Y sobre todo, ¿no somos capaces de ver que este enfoque no ha solucionado ningún problema?
Hagamos entonces un poco de memoria: durante más de 40 años hemos vivido bajo un enfoque punitivista en la lucha contra las drogas, una batalla que imaginamos metafórica, pero no lo es. Hay un enemigo, un objetivo, muertos, victimas y desplazados.
Nuestros esfuerzos se han centrado en eliminar la oferta, tratar al adicto como un delincuente y el resultado de eso es un fracaso estrepitoso con consecuencias diferenciadas en Europa y América.
Las cifras hablan por sí solas: en la Unión Europea se estima que aproximadamente el 29% de los adultos, o lo que es lo mismo, 83 millones de personas han consumido en algún momento una droga ilegal y, de media, los europeos se gastan aproximadamente 30.000 millones de euros al año. En Estados Unidos, el gasto asciende a 152.000 millones.
Puede parecer poco, pero 30.000 millones es casi el PIB de Letonia o Estonia y 152.000 millones es más que el PIB de Panamá o Costa Rica. Y lo más preocupante de todo esto: es dinero negro, sumergido, opaco para la Administración Pública; fondos que sirven para incrementar la influencia y el poder de las mafias en detrimento de los Estados.
En el caso de América Latina la cosa cambia, y mucho. No son los destinatarios; son los productores y los que se llevan la peor parte de esta estrategia errónea. Como decía Pepe Mujica: “Aquí nosotros ponemos los muertos, otros las reglas, y los bandidos se llevan la plata”.
Para que nos hagamos una idea, en América Latina se registran aproximadamente 150.000 homicidios relacionados directamente con la violencia de las drogas al año. Solo en Brasil, entre el año 2000 y 2010, 480.000 personas fueron relacionas con muertes violentas derivadas del tráfico de drogas (25.000 por consumo directo de drogas).
Y es que, si nos damos cuenta, al retrotraernos a lo largo de la historia se puede observar cómo la culpa no es de un país o una región en concreto, sino que la práctica totalidad del mundo está implicada en la producción o el consumo, es decir, en la oferta o la demanda. Por lo tanto, no debe ser exclusivamente un país el que marque el ritmo de su ofensiva —así como el camino a seguir— como tampoco debe ser un único país, o un conjunto de ellos, quienes sufran el estigma y las consecuencias.
Decía el recién nombrado presidente de Colombia en su discurso ante Naciones Unidas: “La culpa no es de la selva, sino del negocio”. Y tiene toda la razón, no hay un único culpable: lo son las corporaciones, el sistema y los individuos que hay detrás, lo han sido incluso hasta los propios estados con casos como el de EEUU que envenenó a sus ciudadanos para, a través del lucro proveniente del comercio de estupefacientes, financiar contrarrevoluciones en América Latina.
Por lo tanto, podemos afirmar que las drogas —institucionalmente hablando— han sido siempre un medio para logar un fin y nunca un problema serio con el que se haya deseado acabar. Antonio Escohotado afirmaba que “las cruzadas fracasan porque su fin es fracasar (…) son un amplificador, es el tipo de remedio que agrava la enfermedad”. Las decisiones no deben sustentarse sólo, y decimos sólo, en lo ideal; sino también en lo real. De nada sirve esbozar el mejor de los mundos si es imposible construirlo, si sus bases y sus ideales no tienen una materialización en lo concreto.
El ideal aquí es obvio: por un mundo sin drogas, pero ¿qué hay de real en eso? Y lo más importante, ¿cómo conseguirlo? Desde luego no arremetiendo contra la parte más débil, sino contra la desigualdad que empuja a millones de personas a condicionar su vida a ellas, bien sea mediante la producción y la venta o bien sea por su consumo. Porque, seamos claros, nadie nace queriendo ser camello al igual que nadie nace queriendo ser un yonqui. Esto también es una cuestión de clase.
El camino, ¡que no la guerra!, debería ser contra la desesperación. Las drogas son una consecuencia, un síntoma, y para acabar con ellas debemos atajar sus causas. Debemos tratar al consumidor bajo un enfoque de salud pública y eliminar los incentivos perversos de la prohibición.
En la medida en que las drogas están penalizadas o estigmatizadas, la población más vulnerable al consumo problemático se ve inhibida de recurrir a la información oportuna, a los servicios de salud pública y, en general, a los programas de prevención y tratamiento.
En los países consumidores debemos empezar por impulsar la ‘infraestructura social’, es decir, una apuesta por los espacios físicos y las organizaciones que configuran las relaciones personales. El ejemplo de que esta lógica funciona lo tenemos cerca: España.
Durante la década de los 80 y principios de los 90, España sufrió una grave epidemia de heroína. Las drogas llegaron a ser la primera causa de muerte entre los jóvenes de las grandes ciudades y los diagnósticos de VIH ligados a inyección de drogas alcanzaron los 3.500 casos anuales entre 1993 y 1995, situando a España a la cabeza de Europa en esta materia.
Como respuesta a esta crisis, España inició en 1985 un Plan Nacional sobre Drogas. Los primeros esfuerzos se dirigieron a crear una red amplia y diversificada de centros, garantizando así un tratamiento seguro a los adictos.
Tras diez años de aplicación las muertes por sobredosis disminuyeron; situando la incidencia y prevalencia del uso de heroína en el 0,1% en 2011.
En el caso de los países productores, tenemos que actuar conjuntamente para eliminar a las mafias del mercado y acometer una reforma que despenalice el consumo de drogas. Legalizar el consumo no evitará que se acaben las drogas, pero sí sacará a muchos países (en su mayoría latinoamericanos) del ciclo de violencia que viven a causa de la prohibición.
Si conseguimos eliminar las mafias del mercado y los beneficios desorbitados podremos acometer políticas que puedan hacer la migración de un cultivo a otro y reducir así la oferta. Con más políticas públicas y sin armas.
Es bueno recordar que, según estudios de la OEA, para producir un kilo de pasta de coca basta con unos 587 y 780 dólares. En el marcado finalista de venta en los Estados Unidos puede alcanzar un valor de 330.000 dólares.
Es hora de enfocar el problema de otra manera. Desde un prisma más profundo, realista y humano. Cuando se mostraron imágenes de los jóvenes de Davis Inlet al norte de Canadá —algunos hasta de 11 y 12 años— inhalando gasolina en bolsas de papel, los canadienses comprendieron inmediatamente el problema.
Nadie supuso que el problema fuese la gasolina. Había que ir más allá.
“Siento que pedaleo en una bicicleta estática, da igual el esfuerzo, uno no se mueve del sitio”, decía el presidente Santos. ¡Pues movámonos!
Sigamos la estela de la administración Biden y revisemos nuestra legislación para el consumo de algunas drogas, miremos lo que están haciendo otros países como Nueva Zelanda en la regulación de las drogas sintéticas o en Oregón con una legalización al completo. Hay evidencia y razones para cambiar nuestra visión y con ello ayudar a solucionar un problema que durante demasiamos años ha causado dolor, adicciones, muerte y violencia.
Sí, la guerra contra las drogas ha fracasado, pero proyectar nuevos horizontes y alternativas está aún al alcance de nuestra mano, no perdamos ni un minuto más.