La esencia Nadal
Como periodista es, cada día, más difícil describir y hacer ver a la gente que estamos viviendo una época dorada, en el tenis, que va a tardar muchos años en repetirse. Es difícil porque los hechos superan a cualquier palabra y apelar a la razón en pleno bullicio sentimental es un suicidio automático para el que escribe.
Lo de Nadal el pasado domingo, en París, es para apagar el ordenador y no teclear una palabra. Jamás he visto, sobre tierra batida, algo igual, y creo que me moriré sin volverlo a ver. Es algo comparable a la hierba y Federer. Son dos nombres ligados a una superficie distinta sobre la que levitan, respectivamente, degustando cada bola con un fino paladar, solo al alcance de privilegiados, como ellos, que no entienden de lógica.
Pero no es ganar en sí, sino la manera en que el mallorquín ha ganado su décimo Roland Garros. Rafa maniató a Wawrinka dejando al suizo aturdido y sin cábala alguna dentro de una cabeza que no precisamente se caracteriza por ser un carrusel. Y no solo a él. El resto de oponentes, hasta el camino a la Final, fueron carne de cañón y devoradas con una bravura para echarse a temblar.
Siempre me he preguntado qué pensará el rival que se enfrente a estos tipos durante el calentamiento previo a un choque contra ellos. En ese momento en que uno camina, desde el banco, hasta la red (para el sorteo y la foto) y, sobre todo, los pasos previos hacia las publicidades donde se ajusta la raqueta y le pides bolas al recogepelotas que ya está listo para ponerlas en tu cordaje. Sacas la primera de ellas y comienzas a pelotear... Pagaría por meterme en sus cabezas.
Es como si un áura de magnificencia les acompañara por las esquinas. He tenido la suerte de estar sentado frente a Nadal, en sala de prensa, y confieso que, al verlo contestar las preguntas de otros compañeros, me han rondado muchos pensamientos por la cabeza. El primero, ser muy afortunado por solo estar en ese lugar y tener delante a un campeón de 15 Grandes y, tras este, miles de sucesiones de imágenes históricas- casi siempre ligadas a Roland Garros- que se han agolpado, en mi mente, como si de una cascada se tratase y me han mandado a otra realidad sin moverme del sitio.
Luego uno cae en la cuenta de que son humanos, como usted o como yo, y te sientes pequeño en comparación con ellos en una humildad compartida que solo separan metales, en forma de Copa, que hablan de lo que son y forjan un legado histórico a través de las narrativas que quedarán impresas hasta el fin de los días.
El triunfo de Nadal en la ciudad que baña el Sena trae de vuelta a un Nadal mejorado. Un Nadal que ha tenido que luchar contra él mismo como prácticamente nunca antes en su carrera, con incluso cuestionamientos acerca de una posible retirada por parte de periodistas y opinión pública, y que ha buscado refugio en su intimidad cercana y en su propia mente para encontrar el camino de vuelta hacia la corona en el mismo lugar donde la levantara, por primera vez, en 2005. Es el fin del ciclo en el lugar que tenía que acabar. Solo era cuestión de tiempo.
El balear ha regresado en este 2017 ofreciendo una mayor versatilidad y velocidad en su juego, un servicio más fiable y una derecha que, si bien tardó algo en conectarse durante los primeros meses, no hace falta decir que, tras París, es la de siempre o incluso algo más efectiva (influye también la superficie).
Sale de la capital francesa con el entorchado bajo el brazo y sin ceder un solo set. Nadie consiguió arrebatarle más de cuatro juegos, en un parcial, en siete partidos (contando la retirada de Carreño en Cuartos de Final) y dejando un 97.53% de victorias –el mejor de toda la Era Open- en el major galo. Atrás queda Borg. Parece irreal.
Bajo el amparo de la Torre Eiffel, Nadal regresa a su esencia cerrando un capítulo plagado de habladurías que no llevaban a ningún sitio. Dudar de una leyenda debería ser delito. No se le puede exigir más. El balear ha cumplido, con creces, dejando otra lección vital de superación personal.