Cuídate de los guardianes de los dioses
Uno de los primeros premios de narrativa que gané me lo concedieron por escribir un cuento que se titulaba La Academia Club Social. El jurado del Certamen Voces del Chamamé, presidido por el poeta y novelista asturiano Javier García Cellino, me entregó el galardón en el Salón de Actos del Diario Nueva España, en Oviedo.
Cada vez que pienso en aquello, hace ya más de 20 años, se me ocurre pensar que hoy aquel cuento que me llenó de tanto orgullo, no hubiera merecido un premio, sino, tal vez, un procesamiento judicial y hasta una condena.
Leo, en este diario que acoge mi blog, un artículo titulado 9 (+1) canciones que ya se metieron con el rey antes de Valtònyc y no pasó nada. Desgraciadamente, hoy sí pasa algo. Canciones así serían constitutivas de delito de amenazas, calumnias y/o injurias graves a la corona. Leo también que un juez procesa al actor Willy Toledo por insultar a Dios y a la Virgen María, acusado de cometer un delito contra los sentimientos religiosos.
No siento especial admiración personal ni artística por el uno, ni por el otro, pero me parece que cuanto les acontece sólo contribuye a alimentar una fama que, de otro modo, no hubieran conseguido. Vean si no, cómo el actor se arroja en brazos de Teresa de Calcuta, a la que define como una de las mayores criminales que han pisado este planeta, para seguir explotando el filón.
Y es que hay cosas que pasan ahora y que no pasaban antes. Las leyes son las mismas, pero han sido retocadas y reconvertidas sutilmente, de forma que la justicia las interpreta de otra manera y la libertad va siendo recortada, cediendo paso a la condena, la cárcel y el miedo.
Hemos entrado en un tiempo de caza de brujas del que nadie puede sentirse libre. Ha pasado con los sindicalistas que un buen día van a la huelga y terminan por ser acusados de impedir el derecho al trabajo en día de huelga. Y pasa ahora con personajes públicos que la emprenden con Dios, la Virgen Santísima, o con los Reyes.
Debimos comenzar a temernos lo peor cuando Javier Krahe tuvo que sentarse ante un juez pos haber publicitado la receta para cocinar un crucifijo. Juicios tengas y los ganes. Menos mal que, en este caso, el juez terminó por estimar que nuestro Brassens familiar y de andar por casa, sólo quería ejercer su libre expresión artística, ciertamente con burla, sátira, provocación y crítica de la religión, pero sin intento de ofender.
En tiempos del dictador, al que algunos llaman aún Caudillo por la gracia de Dios, la blasfemia era delito. Durante la incipiente democracia dejó de serlo. Ahora no lo es, pero cualquiera puede denunciarte por considerar ofendidos sus sentimientos religiosos. El resultado es el mismo, y a veces peor, que durante el franquismo.
El caso es que cuando escribí el cuento, ganó el premio y fue publicado en un libro recopilatorio. Nadie objetó nada, ni en privado, ni en público, ni mucho menos ante los tribunales. Sin haberlo pretendido entonces, el cuento me parece hoy premonitorio.
Sin darme cuenta lo llené de protagonistas en las fronteras que separan lo ilegal y viciado, de lo soberbio y glorioso. Jóvenes en el escabroso mundo de la pederastia, la prostitución, la homosexualidad. Jueces, personajes corruptos. Y, para colmo, un molesto e inesperado ¡Me cagüen Dios! a bocajarro, en la primera página. Para no haberlo planeado, el relato toca todos los palos y pisa todos los charcos.
El caso es que entonces no sentí miedo ni preocupación alguna. Hoy, sin embargo, cuando el relato ha sido reeditado en un libro que recopila una decena de cuentos premiados, siento la extraña sensación de estar jugando a la ruleta rusa, el temor de que alguien pueda sentirse ofendido en cualquiera de sus creencias y hasta en alguna de sus no creencias.
O yo era más joven, inconsciente, e indocumentado, o las cosas eran distintas y menos complicadas hace veinte años. O tal vez disfrutábamos de una libertad en expansión que, poco a poco, como sin darnos cuenta, hemos ido perdiendo a manos de inquisidores de todos los colores.
Lo que es peor, lo hemos dejado estar, les hemos permitido hacer, hemos preferido callar. Esos pequeños silencios que, cuando menos lo esperas, nos dejan en manos de monstruos. Nuestros propios monstruos. Guardianes de reyes y dioses.