Cuando vienen curvas (una calle para Simón)
Eso sí, que sea una calle con muchos bares y recta. Muy recta.
Alguien ha dicho del doctor Fernando Simón que tiene pinta de haber dormido en un coche. Sé que el comentario no pretende insultar al buen médico y no pasa de ser una observación jocosa, pero es cierto que no ha faltado quien ha pretendido desautorizarlo a costa de su “pobre aliño indumentario”. Y se equivoca de pleno, habida cuenta del ridículo que han hecho durante esta crisis los encorbatados vocingleros, cuyos trajes a medida les aprietan hasta impedir el correcto fluir de la sangre hacia el cerebro.
Sí que es cierto que aparece en público como recién despierto de una siesta atropellada, durante la que ha seguido escuchando cifras de ingresos, estadísticas de contagio, datos sobre tratamientos, y mientras los nombres latinos y griegos (que a casi todos nos suenan a chino) han bailado, burlones, ante sus ojos cerrados. A lo largo de los casi tres meses de confinamiento, le hemos visto con forros polares deshilachados, camisas mal remangadas, camisetas baratas, barba de tres días, más o menos ojeroso, más o menos pálido, más o menos tembloroso, pero siempre tranquilo y sereno, con la humildad de quien sabe y es consciente de lo que ignora.
Lo que ignora, lo que ignoran los científicos, resulta ser, me parece, la clave de la situación que vivimos.
Lo que ignoran la mayoría de los encorbatados vocingleros (que es casi todo) resulta ser, así me lo parece a su vez, la clave de lo que el doctor Simón está padeciendo.
Ya no me sorprende el analfabetismo de buena parte de la sociedad española, refractaria a cuanto las humanidades, el arte y la ciencia ponen a nuestro alcance para que intentemos comprender el mundo o comprendernos a nosotros mismos, si es que ambas tareas se pueden diferenciar. Pero nunca dejará de asombrarme la osadía y la soberbia con que a tantos les gusta exhibir la coraza con que se protegen contra el conocimiento; coraza rescatada de la panoplia que presidió cualquier tribunal de la Inquisición, mohosa y ennegrecida por el humo de los autos de fe. Tipejos que, con los brazos en jarras y la barbilla adelantada, gritan aquello tan racial de “¡Que inventen ellos!”, hasta que se enteran de que la frase de marras la espetó Miguel de Unamuno.
Inmediatamente reniegan de ella, no vaya a ser que por citar a un escritor y filósofo se les vaya a pegar algo.
Al final, se encogen de hombros ante los informes técnicos y, remedando el tono de Cantinflas, repiten con el “manito”: “¡Cuánta falta de ignorancia!”, sin comprender el chiste, faltaría más. Ellos, que nunca han comprendido nada, no van a caer ahora en el vicio.
Es más fácil (y más “patriótico”) ensañarse con el buen médico y referirse a él como Doctor Muerte que atisbar los mecanismos mediante los que avanza el conocimiento científico: observación, hipótesis, experimento, teoría.
Sabemos que el trabajo del investigador se basa en la sucesión de ensayos y errores. Ninguno de ellos es estéril; cada pequeño dato, refrendado o desmentido, resulta vital. Fernando Simón y los centenares de especialistas que trabajan a su lado se han enfrentado desde el primer momento, y continúan fajados en la pelea, a una zona de curvas letales a las que era necesario doblegar, con las que no había negociación posible: número de infectados, de hospitalizados, de muertos; relación entre contagios y población, entre contagios y desarrollo de síntomas, entre desarrollo de síntomas y desenlace fatal…
Día tras día, han ido analizando los quintales de información que les han llegado desde cualquier parte: la probabilidad de una vacuna remitida por una universidad inglesa, el atisbo de una posible secuela observado en el ambulatorio de un pueblo de Burgos, un estudio demográfico proveniente de Japón, una nueva técnica de desinfección ensayada en Turín… cartas de marear que muestran un escollo nuevo a cada minuto; escollos que el buen Fernando sortea con la entereza de los náufragos y los pilotos en los que Conrad cifró el mar.
Corre por Internet una historia acerca de un médico miembro de una ONG que fue tiroteado en Burundi, durante un golpe de estado, mientras iba a buscar medicamentos para su hospital. Dicho médico se mantuvo al frente de su misión en medio de una guerra, sin descuidar ni siquiera los planes de enseñanza de higiene que había elaborado con los maestros locales. Los encorbatados han intentado vomitar sobre ese capítulo de la vida de Simón, el cual, preguntado al respecto, vino a decir, sin entrar en detalles, que algún momento difícil había pasado, sí, pero que cualquiera los tiene a lo largo de su vida.
¿Cómo no querer a un tipo que practicó intervenciones quirúrgicas alumbrado por un enjambre de luciérnagas y no cree que deba dársele relieve a la hazaña?
Por ensuciar, han querido ciscarse hasta en hasta sus estudios, poniendo en duda su capacidad por no haber pasado el MIR, cuando lo cierto es que fue la Escuela de Londres de Higiene y Medicina Tropical la que lo arropó mientras se especializaba en epidemiología.
¿Cómo no admirar a alguien que ha sobrevivido a una exposición, continua y dilatada en el tiempo, a la comida inglesa?
Formó parte del extraordinario grupo que le hizo un corte de mangas al ébola. Le tocó explicar por qué sería mejor, durante un tiempo, acompañar las cervezas con unas aceitunas y no con carne “mechá”. Ha vigilado por nosotros al MERS y al SARS. Saben de su trabajo en África, en América Latina, en los despachos de la Unión Europea y en las aulas de la Escuela Nacional de Sanidad.
Pero tiene pinta de haber dormido en un coche y ni siquiera se molesta en peinarse como es debido.
A los encorbatados que son incapaces de reconocer la grandeza del doctor Simón (también cuando yerra, cuando se pliega a la servidumbre política o cuando se atraganta con una almendra) los calcó don Antonio Machado hace ya más de un siglo:
Mala gente que camina
y va apestando la tierra
Ambos, médico y poeta, vinieron a vivir en un país emperrado en empequeñecerse, en arruinarse, en envilecerse. A ellos y a otros como ellos (los nombres están grabados en nuestra memoria) les debemos nuestra dignidad como nación.
Casi todos lo pagaron muy caro.
Por cierto, descubro por El Huff que Fernando Simón es, además, un consumado alpinista.
Pues si lo que toca ahora es desescalar lo escalado… a buen, con pocas.
Creo firmemente que el doctor Simón merece que le sea dedicada una calle. Y lo merece ya. No debiera ser problema, habida cuenta la cantidad de nombres ininteligibles u olvidados, cuando no aborrecibles o ridículos, que afean nuestro callejero. Eso sí, que sea una calle con muchos bares y recta. Muy recta.
No creo que él quiera saber nada de curvas ni yo las soporto después de la cuarta copa.