Crímenes de honor, la perversa creencia de que la sangre de la mujer devuelve la pureza al clan
El asesinato de las hermanas Abbas en Pakistán rescata un tipo de violencia machista basada en códigos de moral, que cada año se cobra 20.000 vidas en el mundo.
Se les llama crímenes de honor pero no hay honor en asesinar, en ahogar, tirotear, lapidar o degollar a una mujer. Dicen que su sangre limpia la reputación del clan si ha cometido el pecado de ser libre, de decidir con quién se quiere casar o relacionar, a quién no se quiere someter. Una mentalidad cultural, no religiosa, que radica en vetustos códigos de moral y que aún se aplica en el siglo XXI. Una bestialidad.
Esta semana se ha conocido el último caso en España, el de las hermanas Arooj y Aneesa Abbas, muertas por sus propios hermanos en Pakistán porque se querían divorciar de los hombres con los que fueron obligadas a casarse de adolescentes. Con apenas 20 y 24 años, fueron estranguladas y recibieron un disparo mortal mientras dormían. El crimen fue cometido por miembros de su propia familia, después de que las jóvenes solicitaran el divorcio a sus primos, con los que las habían casado forzosamente. Un aviso falso de una supuesta enfermedad de su madre las hizo volar a su antiguo país y caer en la trampa de sus allegados.
Son dos de las 20.000 mujeres ajusticiadas cada año en el mundo, según la investigación más precisa hecha hasta el momento, la que hizo en 2010 el periodista Robert Fisk para el diario The Independent. Los datos oficiales son más bajos, pero reconocen que no son realistas, que hay mucho más: el Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA) maneja la cifra de 5.000 mujeres asesinadas anualmente por los crímenes de honor, pero su estadística recoge únicamente a víctimas registradas en informes policiales y de las ONG, por lo que la propia ONU afirma que la cifra puede ser muy superior.
Según la red internacional HBVA (Honour Based Violence Awareness Network), se calcula que cada año se cometen mil asesinatos de este tipo sólo en Pakistán, país de origen de las hermanas de Terrassa, y otros mil en India. Es una práctica al alza en Turquía, Jordania, Líbano, Yemen, Irak, Irán, Arabia Saudí, Qatar, Kuwait, Emiratos Árabes Unidos, Palestina, Egipto o Sudán, trasladada también a las comunidades de emigrantes de la Unión Europea, Reino Unido o Estados Unidos.
Números que tienen detrás historias de mujeres entendidas como propiedad de sus familias, como elemento clave de la moralidad de la casa, como canje. Sobre ellas se comete un tipo de violencia machista que no es convencional, porque no supone el control de un hombre, un individuo, sobre ellas, sino de toda una colectividad, en la que se mezclan los autores materiales del crimen, los cómplices y los testigos, habitualmente sangre de su sangre, padres, hermanos, primos. Lo explica la periodista jordana Rana Husseini, en un libro de referencia, Asesinato en nombre del honor, una de las primeras investigaciones a fondo sobre un tema tabú en países como el suyo.
En él da cuenta de los supuestos pecados que en estas sociedades extremadamente patriarcales se enarbolan para ir a por las mujeres: habla de pérdida de virginidad, del matrimonio no aprobado por la familia, de separaciones o divorcios, de infidelidades y adulterio, de la violación como deshonor de la víctima y no del agresor, de conductas “aberrantes” en las relaciones sexuales y de homosexualidad, el capítulo en el que también se incluyen las muertes de algunos varones.
Lo que a todas luces es una violación clara de los derechos humanos es una realidad que se tolera y se azuza en determinados rincones del planeta. Y no, las Abbas no han sido asesinada por la sharia o ley islámica, sino por un torrente cultural, patriarcal, que afecta a personas de todo credo, clase y formación. Es cierto que se da en muchos países de mayoría musulmana, pero el Corán no prevé la pena de muerte para el sexo ilícito, sino una pena de latigazos o el encierro y se prohíbe estrictamente matar a nadie, excepto tras un juicio formal ante las autoridades con testigos de cargo.
El perfil
Un estudio elaborado por Phyllis Chesler, profesora emérita de Psicología del Richmond College de la Universidad de Nueva York, indica que, lejos de reducirse, los casos se han “acelerado significativamente”, desde 1989. La media de edad de las víctimas es de 23 años, aunque se dan dos grupos diferenciados: las adolescentes y las madres adultas. El caso de las españolas está en el medio.
Algo más de la mitad de las víctimas son hijas o hermanas de su asesino y un cuarto son sus novias o esposas. Dos tercios de las asesinadas caen a manos de su familia de origen, porque en estas muertes no hacen falta intermediarios, y en un 42% de los casos hay múltiples autores. Un asesinato múltiple a la vista de todos. La mitad de las mujeres, añade el estudio, fueron torturadas antes de perder la vida: se notificaron desde violaciones masivas como castigo de su falta de pureza, a apedreamientos, pasando por palizas y quemaduras. Priman los casos en los que las fallecidas fueron perseguidas por ser “demasiado occidentales” o resistirse a obedecer las expectativas culturales o religiosas de los suyos (58%); el resto son atentados contra su libertad sexual –relaciones no consentidas, extramatrimoniales o con personas del mismo sexo, sobre todo-.
El problema no sólo es la pérdida de vidas, sino que aún una parte importante de estas sociedades entiende que su muerte es justa, que es necesario lavar el honor perdido de una familia si se dan estos supuestos. Por eso son muertes que todos saben, que se planifican: Husseini deja claro que es muy distinto a hablar de un “ataque de celos”, de “crimen pasional”, porque asistimos a una ejecución decidida por una corte, la familiar, con total premeditación. Responden a un percibido imperativo moral como única vía de restablecer la reputación de la familia frente a la sociedad y evitar el ostracismo, independientemente del afecto que el asesino sienta por la víctima.
Porque esa es otra, cómo va a ser para un hermano matar a una hermana, así que hay quien se niega, quien elude la responsabilidad, quien escapa o quien pierde la vida también por no hacerlo. Los que sí se atreven reciben el trato de héroes por parte de la comunidad, al considerar que han conseguido limpiar el honor familiar.
Otra característica de estos crímenes es que no hacen falta pruebas contra la acusada, es frecuente que las meras sospechas o rumores desemboquen en su perpetración. Un 70% de las chicas jordanas asesinadas por perder su honor en realidad eran aún vírgenes, según un estudio citado por Mediterráneo Sur.
Y se le suma la impunidad. Los países donde aún se aplica tienen leyes muy muy laxas contra los asesinos, con penas que no superan los tres años de cárcel y que, de costumbre, no superan los seis meses. Hay atenuantes para quien nate “en un ataque de furia, provocada por un comportamiento ilícito de la víctima”. Hay que diferenciar además entre autor intelectual y autor material y, para este último caso, a veces familia recurre a un menor de edad para evitar una condena judicial o rebajarla más aún. Un niño matando.
Los flujos migratorios han hecho que los crímenes de honor lleguen también a Occidente. Los primeros casos se conocieron en el noroeste de Europa en la década de los 60 y 70 con la llegada de los primeros inmigrantes. Se cree que las familias intentan reforzar sus tradiciones comunitarias para que sus hijos no se alejen del modelo en que ellos fueron criados. Los matrimonios concertados son la vía más clara de mantener esos nudos. En el caso de Pakistán, el 18% de las niñas se casan antes de los 18 años y un 4% lo hace antes de los 15, según un informe de Human Rights Watch que apunta que el Gobierno de Pakistán ha hecho poco para parar este tipo de matrimonios concertados y precisa que las mujeres de minorías religiosas son particularmente vulnerables a las bodas concertadas. Es justo lo que le pasó a las dos españolas ahora asesinadas.
En España existen casos muy aislados, nada que ver con Reino Unido, Alemania o Bélgica, donde se han contabilizado entre 12 y 22 asesinatos anuales en el último quinquenio. Según datos del Ministerio del Interior, desde el año 2015 se han registrado 27 casos de matrimonios forzados en todo el Estado. Cataluña es la comunidad con más casos, 14 en los últimos siete años, seguida de Euskadi, que en ese tiempo ha tenido cinco. La edad legal mínima para contraer matrimonio es de 16 años, pese a que el Comité de Derechos del Niño ha recomendado que se eleve a 18. Si hablamos de muerte, en nuestro país suele venir a la memoria el caso que inspiró a Federico García Lorca para sus Bodas de sangre, cuando una novia se fugó con su amante pero la familia del novio los sorprendió huyendo; a él lo mataron y a ella la dieron por muerta. Ocurrió en Níjar (Almería), en 1928.
El Código Penal español, desde su reforma en 2015, considera delito los matrimonios forzados y así lo recoge en el articulo 177 bis, que dicta que “el que con intimidación grave o violencia compeliere a otra persona a contraer matrimonio será castigado con una pena de prisión de seis meses a tres años y seis meses o con multa de doce a veinticuatro meses, según la gravedad de la coacción o de los medios empleados”. Además, las mismas penas se aplican a quien “utilice violencia, intimidación grave o engaño para forzar a otro a abandonar el territorio español o a no regresar al mismo”. Si las víctimas son menores de edad, las penas de prisión son aún mayores.
A Arooj y Aneesa no les hará justicia este texto. Sólo la presión internacional puede ayudar a que su caso no sea otro más, una medalla en la pechera de los machos de su familia, que han hecho lo que tenían que hacer.