Año nuevo, heridas viejas (en Perú)
Diciembre trajo al Perú la peor crisis política desde la caída del fujimorismo en 2001. El Presidente Pedro Pablo Kuczynski estuvo cerca -cerquísima- de ser defenestrado por la mayoría de fuerzas opositoras que, desde el Congreso, presentaron una moción de vacancia por incapacidad moral sustentada en que Kuczynski había ocultado -y luego negado- sus vínculos con empresas que contrataron con Odebrecht y con el Estado años atrás, durante el gobierno del prófugo Alejandro Toledo, mientras Kuczynski ocupaba una cartera ministerial.
A Kuczynski el tablero le quedó, desde el inicio, complicado: logró remontar de milagro el duelo electoral contra Keiko Fujimori por un puñado de votos, pero el Congreso quedó con una mayoría fujimorista. Los resultados parecieron haber generado una indigestión tanto en los vencedores como en los vencidos: Kuczynski no estaba listo para ganar y Keiko Fujimori, hija de Alberto Fujimori, no estaba lista para perder. Los lelos intentos liderados por el primero fueron destripados por la mayoría vengativa -y un poco ya muy tonta- de la segunda.
Cuando la suerte parecía echada y todo indicaba que se vacaría al Presidente, sucedió lo impensable: 10 fujimoristas, liderados por Kenji Fujimori (hermano de Keiko, es como en Macondo la cosa) votaron contra la voluntad de su partido. Y se desarmó el jaque. La noche acabó con una victoria para quienes creían que al Presidente se le debía investigar, pero que un proceso de vacancia echado a andar en días era un golpe de Estado. Kuczynski parecía haber repelido el embate fujimorista. Las uvas de la ira, sin embargo, habían sido ya sembradas.
Los rumores de un indulto al ex dictador Fujimori empezaron a recorrer el país. El gobierno dijo que el indulto no había formado parte de ninguna negociación y que no se daría. Luego hubo silencio y desconcierto. Más silencio. Víspera de Navidad, 6 de la tarde. Mientras los peruanos terminaban sus días para celebrar, un trueno quebró la calma en todas las redacciones periodísticas del Perú: Alberto Fujimori había sido indultado. Se publicó un comunicado en el Twitter de la Presidencia. Más, nada. Así empezó la tormenta que hasta hoy dura por aquí.
Quienes días antes habían disparado en contra del fujimorismo por evitar la vacancia del Presidente señalaban ahora con el dedo acusador al mismo hombre por el que acaban de luchar. Aquellos que, a última hora, se plegaron a la causa de Kuczynski -postergando las investigaciones necesarias y creyendo en la curiosa versión presidencial- ahora pedían su renuncia. Es que la figura de Alberto Fujimori -eje central en la definición en un compás político peruano de hoy- acababa de ser liberada con la ayuda de sus más viscerales detractores.
Al día siguiente de haber conferido el indulto, el Presidente se pronunció -o intentó hacerlo. La comunicación no es lo suyo, acordemos-: dijo que este perdón humanitario daba inicio a un proceso de reconciliación que conduciría a los peruanos a olvidar rencores. Con un solo movimiento, el Presidente encajó un golpe letal a la reconciliación que dice haber buscado con su indulto. Indulto que, dicho sea de paso, ha sido percibido como un trueque político. Y esa percepción desvirtúa lo humanitario que podría haber -quizás lo hubo- detrás.
El camino a la reconciliación es uno que, naturalmente, no conozco: las cicatrices que el terrorismo, la dictadura, los grupos paramilitares y la miasma que inundó al país en los 90 todavía van en las tripas de un pueblo que anda dividido entre quienes piensan que Fujimori los salvó del apocalipsis maoísta de Sendero Luminoso y que, a la vez, reactivó una economía comatosa y quienes creen que Fujimori fue un asesino, un ladrón y el culpable del cáncer que carcome a un Estado púber y confundido que se rehúsa a aceptar las reglas que se impone.
El problema -tan humano- es que la realidad quiebra siempre a la taxonomía. Los espacios morales que conceptualmente las sociedades nutren con valores positivos y negativos son -a veces- inhabitables por hombres y procesos que rompen con esa dicotomía que tan umbilical: la de los buenos y los malos. No pretendo decir que tales categorías no existan; digo que no son mutuamente excluyentes. La literatura lo ha explicado siempre y mejor que otra forma de expresión: hasta en el más vil de los monstruos habita la ternura. Y al revés.
Fujimori permitió a la inteligencia de la policía atrapar a los asesinos de Sendero Luminoso y fumigar su distopía sanguinaria y dio la misma libertad a Vladimiro Montesinos para articular una maquinaria paragubernamental que asesinó sin piedad. Alberto Fujimori aplicó medidas económicas que insertaron al Perú en el mundo y que le dieron los bríos como para generar la riqueza que hasta hoy lo empujan. Ejecutó, a la vez, una política sistemática de descuartizamiento de las instituciones republicanas. Fue el mismo hombre en el mismo momento.
Quizás nos toque, a los peruanos, oírnos: al que cree que el fin justifica los medios y al que piensa que hay dolores que no alcanza uno en la vida a perdonar. Dudo que los unos convenzan a los otros, pero el hecho de escucharse y someter al asedio del espejo las propias convicciones dará luz para desterrar a las sombras que nos habitan. Creo, eso sí, que ese proceso tiene que ser espontáneo -quizás liderado-, abierto y sincero. Este indulto dado así -desde las tinieblas- no era el camino. Hay primero que pedir perdón para ser perdonado.
Yo no creo en el indulto -en ninguno-, pero estoy dispuesto a escuchar a quienes sí lo hacen bajo la premisa de que puedo estar equivocado. Pero creo estructuralmente en la honradez, en el honor y en el respeto a las formas que la democracia pide -suplica, aquí en el trópico-. Tremendo peso el que Kuczynski se ha echado al hombro. ¿La Historia lo recordará como el hombre que logró suturar la grieta de los peruanos o como quien la hizo más honda por satisfacer sus propios apetitos? Solo hay dos puertas para un legado que será inevitable.