2021, nosotros y el abismo
No importa cuánto hayamos tardado en llegar a entender la gravedad de la situación, nuestra fragilidad como especie, lo importante es no distraernos.
En agosto de 2020, aquel en que dio comienzo la pandemia, se cumplieron 75 años desde la explosión de la primera bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. Ya en aquellos momentos el físico Robert Openheimer, uno de los participantes en el Proyecto Manhattan, los que serían conocidos después como padres de la bomba atómica, revelaba:
El estallido de aquellas dos primeras bombas atómicas tendría que haber movido de tal manera las conciencias que nunca debió ser posible la guerra fría, la carrera de armamentos, otras guerras como las de Corea, Vietnam, esos cientos de conflictos silenciosos y silenciados, alrededor de todo el planeta, en los que se dirimía la explotación de los recursos naturales a cargo de las grandes potencias, ni accidentes como el de Chernóbil, o el de Fukushima.
Sin embargo la especie humana siguió el camino del poder, del dinero, de la sobreexplotación de los recursos naturales, la destrucción de especies que comparten con nosotros el planeta y el desprecio a la propia vida humana. Ahora, cuando nos ha golpeado sólo uno de esos quintillones de virus que habitan en el planeta, muchos más que estrellas hay en el universo, deberíamos recuperar aquellas otras palabras también de Openheimer, que, tras la primera explosión de la bomba atómica, recordaba el texto sagrado hinduista:
Todos pensamos en el abismo, de una u otra forma, aunque no queramos admitir la fuerza de una realidad que se impone sobre nuestros deseos, nuestros mitos, nuestras visiones sesgadas del mundo. Unos se han divertido a lo grande con el crecimiento económico descontrolado, muchos han llorado y sufrido las consecuencias de una globalización de las transacciones y el comercio mundial, mientras se degradaban los derechos humanos y el medio ambiente.
Pero, efectivamente, nadie en su sano juicio puede dejar de pensar en el colapso, tras la crisis económica desencadenada en 2008, tras la precariedad de los empleos y de las vidas para satisfacer la codicia de un 1 por ciento de la humanidad que controla el 82 por ciento de la riqueza.
Nadie puede sostener mirándote fijamente a los ojos que el cambio climático no existe. Ya no es posible el negacionismo, porque aunque el ser humano no fuera completo responsable del mismo, no cabe duda de que tendrá que ser la especie humana la que tome decisiones para intentar frenar, retrasar, aplazar, sus efectos más perniciosos.
En cuanto a la proliferación de virus desencadenados, cada vez más frecuentes, más imprevisibles, desde el VIH, al ébola, la gripe A, las muchas y variadas hepatitis, Zika, SARS, MERS, hasta llegar al Sars-Cov-2, pocos pueden negar que tienen su origen en causas múltiples como el incremento de los viajes turísticos, el aumento de las migraciones, la invasión de espacios naturales hasta ahora inaccesibles a la especie humana, la búsqueda de recursos naturales en lo más profundo de las selvas, o la descongelación del permafrost, esos suelos milenariamente congelados cargados de carbono y desconocidos virus.
Para negar tantas evidencias hay que apartar a buena parte de la población de cualquier posibilidad de utilizar la capacidad de razonar y sacar conclusiones propias, a base de repetir noticias falsas que ocultan la verdad. Noticias que van cambiando constantemente, mezcladas con otras verdaderas. Hacer que nuestro estómago y nuestros sentimientos nublen nuestro pensamiento.
Todo un retorno al libro del Génesis:
Esa es la conciencia que se escondía en el centro de la pandemia. No importa cuánto hayamos tardado en llegar a entender la gravedad de la situación, nuestra fragilidad como especie, lo importante es no distraernos, no permitir que cualquier mejoría temporal y pasajera nos haga creer que ha vuelto la antigua, cómoda, confortable y falsa normalidad.
Comenzamos 2021 ante el abismo. Hemos llegado a la encrucijada en la que nosotros decidimos si damos fin a la Era del Antropoceno, la del ser humano, la del hombre como centro de todo. Si abrimos las puertas a una nueva era en la que reducimos el impacto del ser humano sobre el planeta, repartimos mejor la riqueza disponible, defendemos la vida, la de cada ser vivo, la de cada ser humano en el mundo, el único que tenemos, para asegurar nuestra propia supervivencia.