Cumbres llenas, palabras vacías
La lucha contra el cambio climático y el anhelo por alcanzar un modelo global de desarrollo sostenible se han encontrado con la tormenta perfecta. No se debe menospreciar el contexto, el más duro e incierto de los últimos 50 años.
Vaya trasiego de líderes mundiales al que asistimos estos días. Primero se han reunido en la cumbre del G20 en Los Cabos, México, para tratar de salvar las economía mundial; luego, algunos de ellos se han ido a Río, Brasil, para tratar de salvar el planeta; y la próxima semana los europeos volverán a verse las caras en la reunión del Consejo, para tratar de salvar el euro y, con él, todo el entramado comunitario.
Mucho ruido mediático, mucha foto de familia para luego acabar, a menudo, en declaraciones que no contienen más que buenas intenciones y palabras vacías. El caso más flagrante, posiblemente, sea el de Río+20. La ilusión por recuperar el espíritu que se generó hace 20 años en la ciudad brasileña y que dio impulso al concepto de desarrollo sostenible se ha ido apagando según se acercaba la fecha. Hasta el propio secretario general de Naciones Unidas -anfitriona del evento- ha manifestado su decepción. "Sé que algunos países esperaban un resultado más ambicioso. Yo también lo esperaba", afirmó Ban Ki Moon poco después de la inauguración en relación al documento acordado por los negociadores.
Lo cierto es que la lucha contra el cambio climático y el anhelo por alcanzar un modelo global de desarrollo sostenible se han encontrado con la tormenta perfecta. Por un lado, la crisis económico-financiera en el llamado mundo desarrollado, y especialmente en Europa -abanderado tradicional de estas cuestiones-, que ha absorbido por completo el foco de atención; por otro, la necesidad de continuar creciendo a un ritmo elevado -y con ello de seguir sacando a millones de personas de la pobreza- por parte de las llamadas potencias emergentes, a veces a un alto precio medioambiental. Otros asuntos, como la seguridad energética, pueden parecer no tan apremiantes al haber aparecido reservas considerables de combustibles alternativos, como el gas no convencional; a lo que se suma el cortoplacismo impuesto por los frenéticos ritmos electorales, que distraen el interés de aquello que suponga pensar en el largo plazo. El resultado es que ha quedado relegado a un enésimo plano todo lo relacionado con el futuro del planeta y con la búsqueda de un modelo alternativo de crecimiento.
Con el fin de intentar convertirse en ese punto de encuentro entre las aspiraciones de unos y las presiones de otros, la cumbre de Río+20 ha identificado como uno de sus dos grandes pilares temáticos el de la economía verde en el contexto de erradicación de la pobreza. Curiosamente, en un alarde de coherencia en el terreno de la embrionaria gobernanza global, una de las áreas que había identificado la actual presidencia mexicana del G20 como prioritarias ha sido, también, la de la economía verde.
El objetivo es claro: convencer a los diferentes actores de que el crecimiento verde es una fuente de generación de riqueza y de oportunidades de negocio, de apertura de nuevos mercados, de productividad y de innovación, pero en cuya estrategia hay que contemplar el acceso al capital natural. Las ideas están enunciadas y debatidas por los expertos hasta la saciedad. Un ejemplo: el apabullante traspaso del campo a la ciudad -la población urbana representará dos tercios del total en 2030- debería servir para impulsar las energías renovables, los edificios verdes y todo tipo de tecnologías en el campo de la construcción, el transporte y las infraestructuras, con la consiguiente creación de nuevas empresas y empleos cualificados. Otro: la Agencia Internacional de la Energía calcula que la reducción gradual de los subsidios a los combustibles fósiles podría suponer una disminución de casi el 7% en las emisiones de CO2 para 2020; ese dinero podría servir, a su vez, para financiar el desarrollo de políticas sostenibles.
El diagnóstico y los remedios son ya ampliamente conocidos. Lo que falta, claramente, es la voluntad política de tomar decisiones valientes y con efectos a largo plazo, aunque en ningún caso se debe menospreciar el contexto, y el actual es el más duro e incierto de los últimos 50 años. Así que es posible que Río+20 no pase a la historia como la Cumbre que cambió el futuro del planeta, pero todo el trabajo que se ha desarrollado en torno a ella, y a lo largo de las dos últimas décadas, está ahí. Cabe esperar que algún día los políticos recuperen el interés por el tema. Y que no sea demasiado tarde.